miércoles, 30 de marzo de 2011

Apagá el cigarrillo

Desde 2006, en Uruguay está prohibido fumar en los lugares cerrados de uso público. También en España.

Es por eso que no entiendo por qué nadie le explicó a Joaquín Sabina que tenía que apagar el cigarrillo durante la conferencia de prensa que dio en el Hotel Sheraton. Ni los empleados del hotel, ni los periodistas. Nadie le ofreció un cenicero y le avisó –mejor dicho, le recordó- que Uruguay es un país libre de humo de tabaco. Aunque muchos hayan despotricado contra el decreto, mientras el ex presidente Vázquez lo defendía con uñas y dientes. Incluso esos que pasan por alto las fotos morbosas de las cajillas de cigarrillo, y se escapan cada quince minutos del trabajo para fumar (alegando adicción), deberían estar indignados. Yo lo estoy.

Tal vez a Sabina le pareció “artístico” fumar frente a las cámaras. Tal vez se rehusaba a perder su aspecto de bohemio rico, de gigoló inspirado. Pero, ¿y los demás? ¿Los que sostenían los micrófonos y los grabadores, los que miraban por el visor de la cámara, los que servían agua en las copas? Ningún uruguayo se animó a decirle al español que respetara la ley, que estaba arriesgando la reputación y el bolsillo del Sheraton. Que acá el Ministerio de Salud Pública no le perdona a nadie un pucho prendido en público. Aunque esté en la boca de un famoso. Ya lo aclaró el director del Programa Nacional de Control de Tabaco, Winston Abascal, al decir que “el Sheraton es el responsable de que no se fume, no Sabina. El MSP no sanciona a los adictos”.

Capaz que los encargados del Sheraton se encontraron en un dilema que no supieron resolver a tiempo. Y prefirieron la multa, antes que contrariar al cantante extranjero (¿hubiera pasado lo mismo con Drexler? ¿Con Zitarrosa hace un par de décadas?) De algo hay que estar seguros, y es que, para este hotel, el cliente tiene siempre la razón.

Este jueves se decidirá el monto de la sanción, que podría alcanzar los 11000 dólares. La pitada más cara del mundo. Además, el incidente sirvió de inspiración, ya que el hecho de que haya un cenicero en la sala podría añadirse como agravante a la hora de decidir la cifra de la multa.

Ya lo dijo Traverso, sonriendo ante la noticia: Sabina se va con mucho material para su cancionero. Por lo menos, figuraremos en un repertorio internacional. Siempre de garrón. 

miércoles, 23 de marzo de 2011

Lo que dura un boleto

Subo al ómnibus. Le pago al guarda dieciocho pesos por ingresar a una sociedad
ambulante, de la que seré parte de manera provisoria. Y aunque el grupo que me rodea
mutará durante las veinte paradas que dure el viaje, el lazo -ni sanguíneo, ni fraterno-
seguirá intacto.

Un ómnibus urbano (léase metro, subte, colectivo) es el lugar ideal para experimentar
distintos sentimientos. El que menos prefiero es la analogía entre la montonera de gente
y un rebaño, arreado por el liderazgo dudoso de un chófer que pocas veces está de buen
humor. Algunas veces, me siento como parte de un experimento, a bordo de un tubo de
ensayo con ruedas. Pero, hoy, sospecho que mi rol aquí es aportar mi parte a un collage
viviente.

La necesidad de trasladarnos nos dio cita en este lugar tan pintoresco y tan común,
que suele pasar desapercibido. Salvo aquellos que suben acompañados, los viajeros
de ómnibus parecemos ingresar en un trance una vez que pisamos el primer escalón.
La expresión se vuelve seria, la mirada se pierde en un paisaje borroso que no
vemos ni intentamos ver. Observo los cadáveres de boletos por el piso mugriento, el
pasamanos grasoso, el par de asientos prioritarios ocupados ni por embarazadas, ni por
discapacitados.

Levantar la vista dentro de un ómnibus se convierte en un acto de valentía. Ir sentado
al lado de un extraño produce una sensación similar a la de compartir el ascensor una
vez que se agota el tema del clima. Sin embargo, una vez que se logra, es fácil advertir
los personajes. Yo misma soy uno de ellos. Nos codeamos sin saberlo, ignorándonos
deliberadamente. Nos evitamos.

Cada asiento podría tener un nombre y un apellido. Para nosotros, son sólo mujeres
y hombres anónimos, niños con túnica blanca y otros con uniforme, parejas que se
abrazan, manos con celulares, orejas conectadas por cables; también sube el señor que
cuida coches y tampoco sé su nombre, tan sólo reconozco el chaleco. Convergen el artista y el empresario, pero no distingo cuál es cuál. Este ómnibus está repleto de envoltorios.

Y cuando un hombre bastante veterano –o un niño demasiado pequeño- pide de
memoria la atención de todos los amables pasajeros que viajan en este colectivo,
me pregunto hasta qué punto seremos amables. Viajar en ómnibus es un ejercicio
interesante para ponerse a prueba a uno mismo. Tal vez sólo queramos explotar la
soledad que este transporte permite. Volvernos ermitaños el tiempo que dure un boleto.

Y como todo se renueva...

...por qué no reciclar este blog. De aquí en más (y quién sabe hasta cuándo) colgaré las prácticas de Comunicación Escrita V, que tan gentilmente corrige el profesor de la materia, Luis Conceso Melgar.

Este grado de la asignatura enseña los géneros periodísticos de opinión: el editorial, el suelto, la columna. Así que me hago responsable de todo lo que aquí se exprese.