martes, 31 de mayo de 2011

La cocina en Montevideo

La gastronomía uruguaya resulta de la fusión de las cocinas española e italiana, como uno de los tantos elementos culturales que tienen su origen en la inmigración. Otros países europeos también han aportado para el recetario de la comida de Uruguay, como Francia, aunque en menor medida. La cocina criolla y la indígena también cuentan con su cuota de influencia. El mate, reconocido como uno de los principales símbolos de la cultura uruguaya en general, es herencia del pueblo indígena.

En las calles de Montevideo, la tradición gastronómica se hace evidente. La comida “al paso”, la que venden en los locales ambulantes –los carritos, los carros de garrapiñada- es consumida a cualquier hora. Por su parte, el termo y el mate están presentes en los puestos de trabajo, en las plazas, en las paradas de ómnibus, apostados a lo largo de 18 de Julio, la columna vertebral de la ciudad. La comida parece acompañar el ritmo urbano, subiéndose a los ómnibus, consumiéndose mientras se camina hacia la oficina. La cocina típica convive con locales como McDonald’s y Burger King, que amplían la oferta gastronómica y la internacionalizan, pero que no la sustituyen. 






El mate es una infusión que se toma con agua caliente y yerbamete. Probablemente, una de las pocas herencias vivas que aún conservan los uruguayos de sus antecesores indígenas. Hoy en día, el mate representa un factor común entre clases sociales, por consumirse en todas los estratos.




La garrapiñada es una golosina hecha con maní azucarado, y se vende caliente en muchas de las esquinas de Montevideo. Los paquetes cilíndricos cuestan 10 y 20 pesos. Lo más pintoresco es la forma en que se vende: un carrito ambulante, rojo por lo general, con una chimenea fina humeando, y expidiendo el aroma del azúcar caliente. Apostados en las esquinas, los vendedores ambulantes pregonan la mercadería, como en los tiempos de la colonia.


La empanada uruguaya combina las vertientes gallega e italiana. La masa fina -a base de trigo- se prepara frita u horneada, y se la rellena con dulce o salado. A mediados del siglo XX, los inmigrantes gallegos que llegaron a Uruguay trajeron consigo la receta, que prepararon en las confiterías montevideanas.


El chivito es una especie de sándwich de carne vacuna (lomo, por lo general), con ingredientes que van desde jamón, huevo frito, panceta, muzzarella y lechuga, y varios condimentos. Suele acompañarse con papas fritas. La receta nació por casualidad en l940. Antonio Carbonaro, propietario del ex restaurante "El Mejillón", de Punta del Este, contó la historia al periodista Marcelo Gallardo, del diario El Correo de Punta del Este:
“Fue una noche complicada; habíamos sufrido un apagón. Cayó una clienta, creo que del norte argentino o chileno, que pidió carne de chivito porque antes de llegar a Punta del Este había pasado por Córdoba, donde la había probado y le había gustado mucho. Como no teníamos le preparamos un pan tostado con manteca, le agregamos una feta de jamón y un churrasquito jugoso. La mujer quedó encantada. Por suerte, salimos del apuro y, sin querer, inventamos el chivito”.



                                                             Editada


El choripán es lo que la palabra dice: chorizo al pan. Suele ir acompañado de lechuga y tomate, con diferentes salsas. Es muy popular como “comida al paso”, y lo ofrecen los "Carritos de Comida" (locales móviles que atienden en la calle). 

martes, 24 de mayo de 2011

Manualidades

Como si fuera plasticina, los empleados de la fábrica de pastas 10 Puntos, en Montevideo, moldean la masa, la rellenan, la retuercen. Hasta que adquiere la forma de un cappelletti.

Durante 40 minutos, rodean la mesada espolvoreada con harina; se mecen de un lado a otro a otro, en un movimiento automatizado con el tiempo. La pieza va tomando forma, y luego se la ordena sobre hojas de metal. Aunque a cada uno se le dedicó su tiempo, se pierden en la uniformidad de la bandeja. Son todos casi iguales. De ahí, directo a la cámara de refrigeración. Hasta que llega alguien y los pide, los quiere a ellos, y los sirve a la mesa por última vez.


Hinchazón

Hay quienes poseen un ego más grande que sí mismos. Cuando el ego se hincha, el cuerpo se infla como un pez globo y los ojos saltan de su cavidad, vidriosos y perfectamente redondos. Entonces, uno debe caminar por la calle con los brazos y las piernas extendidos casi en tu totalidad, como los obesos, en un balanceo constante entre la derecha y la izquierda. Y los niños le dicen a sus padres: “Papá, ¿por qué ese hombre camina raro?”, y los padres contestan: “No señales con el dedo, que es de mala educación. Esa persona es egocéntrica”.

Mientras el mejor amigo del hombre es el perro, el mejor amigo del egocéntrico es el espejo. La reproducción de sí mismo, el alivio de comprobar que continúa siendo él, cada mañana, cada noche. Como cuando salimos de casa y volvemos para corroborar que apagamos la luz. Todo está en orden, y nos marchamos satisfechos.

El ego es una palabra diminuta. Entra cientos de veces escrita en un papel, pero cabe solo un ego dentro de cada persona. Porque -lo dice una prescripción tácita- el ego en dosis exageradas produce ceguera. Y se trata de una ceguera selectiva, porque lo único que no deja de verse jamás es el espejo.  

Admiro a las personas que no sienten la necesidad impetuosa de leer lo que escriben, de mirar lo que hicieron, de escuchar lo que dijeron. Leerse, mirarse, escucharse. Los pronombres enclíticos que refieren a uno mismo son delicados. Cuando uno se admira a sí mismo mucho más que lo que los demás lo admiran a uno, esa persona está condenada a ser su único amante. Y, como es lógico, cuando uno muere, su amante –él- también muere, y ninguno trasciende al otro. Cuando alguien solo disfruta de oír su propia voz, ahí es cuando se queda mudo.   

El artista corre mayor riesgo que los demás mortales de ser invadido por su ego. Por eso, es recomendable que aquel que hace arte tome a diario una dosis considerable de realidad, rellena de las críticas de los verdaderos amigos, aquellos que no tienen vergüenza de decir las verdades que el espejo jamás pronunciará.

Alguien que se encuentra a gusto cuando un batallón de personas dependen de sus órdenes, que no siente vergüenza cuando otro lo halaga hasta empalagarse, y desearía ver su cara sobre los muros y postes y carteles de las ciudades…corre el riesgo de explotar. Cuando ese alguien espera que la gente quiera llevarse un souvenir con su rostro y su nombre, entonces el nombre pierde valor. Cuando ese alguien quiere ser una moda, la temporada siguiente ya no existirá.  

martes, 17 de mayo de 2011

Dónde duermen las maestras

La conversación que se desarrolla en el asiento contiguo parece producto de una estrategia publicitaria del día de la madre. Me siento parte del engranaje de una jornada comercial planeada a la perfección, donde cada minuto las mamás de todo el Uruguay son premiadas por ser madres, y los hijos son presionados para que compren el mejor regalo. A ellas se les recuerda que tienen una responsabilidad brutal por el solo hecho de haber parido. Pero que, ese día -por lo menos uno al año- tienen derecho a un desayuno a la cama, una llamada telefónica larguísima, un dibujo especialmente diseñado para la heladera.

Mientras escucho este diálogo amaso las palabras que salen de la boca de una niña de unos tres años, y las que con cuidado pronuncia la madre. Intento memorizarlas para escribir esta columna. Al mismo tiempo, intento comprenderlas. Atarlas una con la otra, desglosar las frases, encontrar el sentido subterráneo que no puedo oír de forma espontánea. La madre responde un cuestionario improvisado y –es evidente- realiza el mayor de los esfuerzos por ser una madre. De comportarse como una madre. Sabe, lo sé, que cada verdad que diga no despertará dudas en la mente tierna de su hija. Entonces, la verdad tiene que ser moldeable, debe caber en una respuesta sencilla y sin muchas aristas. La niña no cuestiona pero sí formula preguntas, una tras otra, juega con la lengua contra el chupete y sigue preguntando.

-Mamá, ¿dónde duermen las maestras?
-En sus casas.
-Pero, ¿con quién?
-Duermen con sus hijos, con sus mascotas, con sus parejas, seguramente…

La niña vuelve a recostarse contra el pecho de la madre. Ésta cierra los ojos y dormita unos segundos. La hija retoma el hilo de la conversación, lo tironea hacia su lado.

-¿Qué es “pareja”, mamá?
-…

(Un novio. Un esposo. Un papá, pienso).

-Pareja es una persona o un persono que te acompaña.

(Como papá, casi espero que diga).

-La pareja de papá es Yaela.
-Ah.
-Mamá no tiene pareja todavía…
-Yo sí.
-No, los niños no tienen pareja.
-Nico, Mateo, Agustín…
-Esos son amigos.
-Ah.
-¿Querés que te cante para que te hagas nono hasta que lleguemos?
-Bueno. Te quiero mucho, mamá.

Narices así

Claudio Díaz es un híbrido entre clown (payaso) y estatua viviente. Según él, todos tienen su clown y, en los niños, está “al rojo vivo”. El suyo se llama Yayá; luce una nariz roja y usaba una corbata. Hasta que se la robaron. Los domingos se instala en el Parque Rodó, esperando al niño o adulto que se le acerque. El ruido de una moneda cayendo es el que activa la actuación improvisada. Sin embargo, Yayá escapa al esquema de la estatua blanca, y aguarda con los ojos abiertos. En días puntuales, asegura sacar, al menos, “un jornalito”.


Este hombre payaso estudia teatro desde los 15 años (ahora tiene 32), e incursionó en el clown y el circo hace cuatro. El pasaje del teatro al clown fue difícil para alguien que acostumbraba “ir hacia fuera”: “En teatro vas poniéndote capas de personajes, mientras que en clown no, es todo hacia dentro”.







miércoles, 11 de mayo de 2011

Fotoperiodismo II

PERSONALES


Las ciudades invisibles de Calvino

Para la materia Fotoperiodismo I, presenté un foto reportaje donde intenté retratar fragmentos de Las ciudades invisibles de las que habla Ítalo Calvino. Acompañé cada fotografía con un pie en el que explico qué ciudad reconozco en ciertos rincones de las plazas de Montevideo.
En Isidora...“hay un murete desde donde los viejos miran pasar a la juventud: el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos ya son recuerdos”.


…“A quien se encuentra una mañana en medio de Anastasia, los deseos se le despiertan todos juntos y los rodean”.
PRENSA INTERNACIONAL


Una entre 108.059

Ésta fotografía obtuvo el primero lugar en la 54 edición de la World Press Photo. La retratada es Jodi Bieber, una joven afgana que representa el maltrato de ciertas culturas hacia las mujeres. La mutilación de su rostro no responde al morbo, sino a las represalias de su esposo contra la “desobediencia”. Creo que es una foto que no dejará de impactar.


Rutina

En la morgue de un hospital de Puerto Príncipe, Haití, se acumularon cadáveres de forma casi banal luego del terremoto. En esta imagen, un hombre tira el cadáver de un niño sobre una pila de cuerpos inertes. Una prueba escalofriante de que la muerte puede convertirse en algo diario.



PRENSA NACIONAL


El himno es de todos

Tabaré Vázquez, Jorge Batlle, Luis Alberto Lacalle, Lucía Topolansky y José Mujica, entonan el Himno Nacional en la presentación de la agenda del Bicentenario uruguayo. La fotografía fue tomada por Javier Calvelo, fotoperiodista de La Diaria (Uruguay). Se plasma, con ironía sutil, el mensaje esperanzador de que, al menos por momentos, es más lo que nos une que lo que nos separa.



La túnica blanca es comodín


Nada más pintoresco que las túnicas blancas y las moñas gigantes y azules de los escolares uruguayos. En esta foto de El observador, se introduce el tema de por qué a Uruguay le va mal en las pruebas PISA. 


La otra rockola

El viejo bebe el whisky y hace rechinar los cubos de hielo. Todo en él es tembloroso, no solo las manos, también las pupilas. Eso sucede cuando hay un terremoto de recuerdos, que se impregnan en la retina como la grasa de la comida chatarra del bar se impregna en el aire y en las mesas. Todo en él es triste. A su lado, la silla vacía luce aún más miserable que el andador de metal que lo espera, y parece ser el único que aguarda por él. El viejo se para, todavía tiembla. El pantalón beige está mojado detrás; todos lo notan, nadie le dice nada. Cruza la calle con su andador y se va y nadie lo extraña.

Cualquier escenario puede transformarse en el murete por donde los viejos miran pasar la juventud, ese lugar desolado que describe Ítalo Calvino, donde la memoria se vuelve una molestia. Todas las ciudades tienen huéspedes viejos. En los bares, en las plazas, en la oscuridad de una casa vacía. Cuando veo un anciano en el banco de una plaza, a veces lo noto.

Llegó el mundo contemporáneo y arremetió contra el pedestal donde los viejos reposaban tranquilos sus últimos años, calmos porque ya habían plantado un árbol, escrito un libro, y tenido un hijo. La serenidad en el andar era tan solo un síntoma de plenitud, que anunciaba que se había agotado la lista de asuntos pendientes y cualquier cosa que les pasara sería bienvenida. Entonces, la humanidad abrió las puertas de un mundo virtual donde, en su línea frenética de tiempo, no hay lugar para los débiles.

Los abuelos ya no se sientan a la cabecera de la mesa, ni viajan en el asiento delantero. Se están extinguiendo los abuelos que contaban historias, porque también están en vías de extinción los nietos que quieren escucharlas. Tal vez porque la noción de pasado no cabe en nuestro esquema mental digital, donde lo único válido es el presente. El ahora eterno.

Mi infancia también fue analógica. Escuché música en casetes y disfruté durante horas transcribir la letra de una canción en base al sistema de rewind. Incluso, nací cuando aún funcionaba el tocadiscos de mi padre y, más adelante, gasté muchas monedas en la rockola digital de las maquinitas del shopping. Pero la rockola original, la que reproducía las canciones que ellos escuchaban, se quedó muda.

Ellos, que forman filas perennes en el BPS, se sientan en los bancos de las plazas y se preguntan cuándo la jubilación se convirtió en algo tan esencial. Por qué, si ellos todavía piensan en cada uno, la ciudad está llena de hijos que no los reconocen.  

miércoles, 4 de mayo de 2011

Aquí se hablaba francés

Antes, todo era mejor. Hasta el arroz con leche, que se hacía con trocitos de cáscara de naranja para hacerlo más sabroso. El ómnibus era mejor, porque se le chistaba al guarda, y no existían esas soberbias luces anaranjadas que indican que alguien solicitó la parada. Ahora nadie chista. Ni siquiera si estás en la calle y justo ves un amigo que camina muy cerca de vos, pero demasiado lejos como para que logres alcanzarlo a la velocidad que vas. Entonces, desempuñás el celular, y le avisás: mirá para atrás.

Uruguay era un país hermoso, lleno de vacas rechonchas y sun para calentar el agua del mate. Hasta que prohibieron ese invento tan genial, que nos caracterizaba alrededor del mundo, junto con el dulce de leche. Y nadie dudaba que fuera cien por ciento uruguayo. Una demostración auténtica de la viveza criolla.

Cuando escucho hablar a los más veteranos, siento una especie de nostalgia del pasado, fabricada por los pósteres, y las canciones de Jaime Ross. ¡Cómo quisiera acordarme del Maracaná! Reconocer al Negro Jefe y oírlo decir que los de afuera son de palo, y no que los de afuera nos digan que somos de palo, aunque estemos consagrados como los cuartos mejores del mundo. ¡Cuartos! Antes, éramos primeros. Futbolistas eran los de antes, los de la garra charrúa genuina. No eran modelos, ni novios de modelos, ni títeres de las marcas –desde championes hasta champús-. Solo héroes nacionales.

Antes, podías dejar la bici en la vereda sin necesidad de atarla contra una columna. Ni de ir a denunciarla después. Los perros mordían a los carteros. Ahora, los virus te infectan los mails. Nos convertimos en los nuevos uruguayos de Nuevo Siglo, que damos todo por un LCD en high definition y todavía decimos jai definishon. Como todavía pronunciamos orsai, fau y James.

El Uruguay de antes no tenía nada que envidiar a la Suiza de Europa, solo que aún se encontraba en América, y tampoco hoy tiene montañas nevadas ni chocolates mejores que el Ricardito. Éramos el paisito. Y se hablaba francés.

Cuando llegó el walkman a Uruguay, todo se vino abajo. O, tal vez, fue cuando empezaron a nacer niños que tomaban leche con cereales, con un conejo psicópata dibujado en la caja de colores. Cuando, un 31 de octubre, los primeros uruguayitos se disfrazaron de monstruos y brujas, ahí se acabó la fiesta. Entonces, los jóvenes se iniciaron en el arte de las tarjetas rojas de San Valentín, y los abuelos se agarraron la cabeza, y se acordaron del Manco Castro, de Gardel y del gofio.

Un día quise saber cuándo dejó de ser antes y cuándo empezó a ser ahora. Ningún uruguayo
me quiso dar la respuesta. Y es que, antes, los chiquilines eran más respetuosos, y no cuestionaban a los mayores. Pero la cuestión es, si ahora estamos así, no quiero enterarme de cómo va a ser después.

martes, 3 de mayo de 2011

Los Ignatius del mundo

La Tierra está llena de Ignatius Reilly. Las ciudades paren Ignatius todos los días, los sufren y los matan. John Kennedy Toole, más que crear un personaje -que funciona como su alter ego la mayoría de las veces-, describe un tipo de persona, una raza entre los humanos. Una élite.

La conjura de los necios no es una conspiración de la sociedad contra ese mínimo de ciudadanos. No, es un manifiesto contra la propia sociedad, que ignora la presencia de estos seres y los confunde con maleducados. Y ahí radica el peor dolor de Toole, de Ignatius y de los Ignatius: un manifiesto está plagado de agujeros, por donde se cuela la vida tal cual es; ni un papel, ni una frase hecha, ni un análisis perfecto.

Porque, ¿quién fue J. K. Toole? ¿Un mártir? ¿Un héroe histórico? ¿Pudo, después de todo, cambiar el mundo? Tuvo dos hijas: La Biblia de neón y La conjura de los necios. Ninguna de ellas sobreviviría si su padre no hubiese muerto. Como Dionisos, el niño que caminó kilómetros herido, con su hermana en brazos, y se entregó a la muerte cuando estuvo seguro de que su consanguínea estaba a salvo. A excepción de que, en el caso de Toole, éste lo hizo para salvarse a sí mismo.

Los Ignatius son todos iguales, se creen diferentes. Sufren de insomnio crónico pero, al final, aquello que los desvela es una única pregunta. Y es por qué los bobos somos felices. Los bobos –el resto- somos amigos entre nosotros, trabajamos por un sueldo mínimo, y después de los veinticinco ya no nos interesa cambiar el mundo. Renunciamos a todo aquello que sabemos inalcanzable. Aborrecemos las utopías. Por lo menos, hacemos las paces con el Sistema, aunque añoremos, muy de vez en cuando, nuestro deseo inicial de sacudirlo.

Los Ignatius no. Ellos caminan por las calles y no son uno más en la multitud; no comprenden el mecanismo de un carrito de panchos ni por qué los hombres ceden su asiento a las mujeres en los ómnibus -la forma más primitiva del machismo-. Los Ignatius son tan inteligentes que, en el fondo, desearían ser estúpidos. Algunos hasta intentan concretar la transformación, como el Antoine de Martin Page (otro alter ego que se excusa en la ficción), quien prueba todos los mecanismos a su alcance para ser capaz de integrarse a la masa de humanos que compramos productos Nike y comemos papas fritas en grandes cantidades.

Ningún Ignatius está de acuerdo con nada ni nadie. Se aman a sí mismos casi en la misma proporción en que odian todo lo demás; su concepto de felicidad se encuentra distorsionado, al punto de que no existe tal cosa. La felicidad es un invento de Coca-Cola. Ellos no viven, habitan. La soledad les duele tanto que se acostumbran a ella, y la extrañan cuando la pierden. Los Ignatius sólo escriben novelas.

La mayoría de las veces tienen que morir para que los escuchemos, y les creamos a sus madres, que tampoco los oían porque es demasiado ruidoso que nos digan qué es lo que somos, cuando no tenemos intenciones de dejar de serlo. Basta contar con un Ignatius cerca de nosotros, para que de vez en cuando nos recuerde que existe otro camino.