viernes, 8 de julio de 2011

Último perfil


Atilio Disiot

Hay alguien detrás de la cámara

Baterías, cinta, cable, micrófono. Baterías de repuesto. Atilio Disiot prepara el bolso y sabe que, cuando el periodista diga “vamos”, él estará listo. Y el periodista confía en que así sea.

Atilio es el único camarógrafo de Canal Once de Punta del Este que luce pelo blanco. Tiene 63 años, y es de los primeros “cámaras” de Maldonado. “En 1984 compré mi primera cámara, en un remate en Montevideo. Era un video-tape, con rollo, como tenían los grabadores de audio”, cuenta Atilio, como el hito que marcó el inicio de su carrera. “Me costó 450 pesos, que en ese momento era una gran cantidad de dólares, un esfuerzo brutal”, recuerda. Y jamás se arrepintió de pagar esa suma.

El interés por filmar fue algo que “se prendió” en él, no existe una explicación lo suficientemente lógica. Se inició como “socialero”, filmando en cumpleaños, en casamientos. Al tiempo, decidió dejar de ser solo un aficionado y realizó un curso una empresa llamada Encuadres, en la capital del país.

Atilio nació en Minas. Su padre, italiano, poseía canteras de mármol. Atilio partió de Lavalleja a los catorce años, sin ánimos de estudiar en le Escuela Agraria, pero consciente de lo que significaba para sus padres que lo hiciera: “estudié porque solo eran tres años y quería dar una satisfacción a mis padres”, confiesa. Atilio quería dedicarse a lo que le apasionaba, como todo ser humano que se atreve a vivir de lo que ama. Hoy, ser camarógrafo es, en primera instancia, su medio de vida. “Tengo la suerte de que para eso me pagan. No todos podemos trabajar en lo que nos gusta”, reconoce.

Pero, para filmar bien, no solo se necesita la pasión. El “bueno gusto, ser observador, saber utilizar las herramientas que se tiene en las manos, eso es fundamental”, advierte Atilio, quien se reconoce un detallista. “Lo que tomo en cuenta es eso, el detalle mínimo”, señala. “A veces veo a un padre que está abrazando a su hijo cuando se está casando, y por ahí le pone la mano por encima del hombro y yo filmo eso, la mano. En el último casamiento al que fui lo hice y ni cuenta me di de que lo había hecho; fui con el zoom e hice esa mano”, recuerda. Sus colegas se lo hicieron notar luego, porque Atilio lo realiza de manera automática. Una “caricia especial” de dos novios que se toman de la mano en el altar jamás pasará desapercibida si es él quien mira tras la lente.

El camarógrafo, casi por definición, debe pasar inadvertido, ser el testigo de lo que está sucediendo pero no participar. Es un cómplice, pero no un actor. Al menos, eso dicen. En prensa, el periodista es la cara visible del trabajo en equipo, el que se lleva los aplausos o los abucheos. Atilio no lo siente de esa forma. “Eso no me interesa, porque yo sé que sin mí no puede hacerlo. Yo sé que soy el 50 por ciento del trabajo”, argumenta, consciente de la responsabilidad que acarrea por llevar una cámara al hombro. (“Capaz que soy más del 50 por ciento, pero queda más simpático si digo solo el 50”, confiesa entre risas).
“Para mí, no pasamos desapercibidos”, asegura. Como camarógrafo, “soy el que marco de qué forma tiene que pararse el periodista; trabajo mucho a contraluz, y si el periodista no me interpreta es muy difícil”, agrega.

Eliana Moretti, periodista y colega de Atilio, es de las que se encuentran del otro lado de la lente. Sin embargo, reconoce que la labor del camarógrafo es “tan importante como la del delante de cámara. Como periodista se tiene la responsabilidad porque se está siendo visto y juzgado, pero quien esta detrás es tan importante porque el trabajo claramente no estaría sin él. Aquí vale más el trabajo en equipo”.

Moretti cuenta que Atilio “es hiperactivo; siempre anda moviéndose para todos lados. Le obsesiona la perfección”, afirma, y agrega que esa obsesión da sus frutos: “Su trabajo es impecable”. Eduardo Batista, también periodista del Canal, recuerda cómo ese andar apurado lleva a Atilio a tropezar muchas veces. Literalmente: “Frente a la Jefatura hay un desnivel en la calle. Como él anda siempre corriendo, un día se pegó un porrazo. Lo increíble es que cada vez que vamos y pasamos por ese lugar se tropieza”, recuerda Batista, quien reconoce que “eso le pasa por andar corriendo todo el tiempo”.

Para alguien que se siente más a gusto trabajando solo que en conjunto con otros cámaras, nombrar a un “maestro” en lo profesional parecería forzado. Pero no lo es.  “Tuve la suerte de que nos diera un charla Eduardo Ruiz, un camarógrafo de Canal 12 que falleció hace años. Era un camarógrafo impresionante. Yo siempre me fijé de qué manera hacía las cosas", reconoce.

-¿Quién es su referente en lo personal?

-No sé si lo tengo, no estoy tan seguro. ¿Puedo contestar esa mañana?
  
Tal vez el ambiente de la televisión lo obligue a repensar esta pregunta. “No es tan fácil como parece desde fuera”, señala, y asegura que “hay compañeros que son más afines para trabajar, y otros no tanto. Pero uno se va acostumbrando, y ellos se acostumbran a uno porque permanecemos muchas horas juntos”, añade.

“Yo, por ejemplo, siempre prefiero hacer las imágenes para vestir después de la nota, pero no siempre se da. Porque los camarógrafos nos acostumbramos tanto que a veces no sabemos lo que está diciendo el entrevistado”, cuenta, como si fuera una suerte de defecto compartido entre los camarógrafos, víctimas de la vorágine del trabajo diario. Atilio cree que, más que evolucionar, la televisión ha involucionado.

No soporta el desorden. “Cables por el piso, que a último momento se tengan en cuenta las cosas”, es el tipo de cosas que lo hacen “explotar”. “Miro eso, me enojo y, ahí, me peleo con mis compañeros”, confiesa. “Soy muy explosivo, muy sensible; no lo demuestro, pero lo soy. Me afecta cualquier pavada, me preocupa cualquier pavada. Y me gusta tener muy buena camaradería con mis compañeros”, cuenta de sí mismo.

Ha dedicado mañanas enteras a etiquetar las cintas con el número correspondiente, y a colocarlas en el estante en orden creciente. Cuando llega de hacer una nota, se dirige de inmediato a la carpeta roja de los camarógrafos, anota el número de cinta, el tema de la entrevista, la posición en la que se encuentra en el mini dv. Piensa que, ojalá, todos hicieran lo mismo.

Atilio ama tanto su trabajo, que muchas veces dedica su tiempo libre a preparar sociales, por ejemplo. Sin embargo, reconoce que su familia –su señora y sus dos hijas- son su base: “No lo digo por protocolo, sino porque es verdad. Me aboco muchísimo a ellas”.

Un ojo redondo y muy celeste se cierra, el otro se abre al máximo. Mira a través de la lente. Ajusta el zoom. Enfoca y desenfoca, le gusta ese efecto. Cuando cree que el encuadre y la luz son perfectos, Atilio filma.

viernes, 1 de julio de 2011

La práctica más difícil: un perfil sobre mí misma


La distancia es un puente

¿Pero cómo,/cuándo pasó/que se miró al espejo y vio/lo que todos veían?/¿Era por fin un puzzle/de una sola pieza? le pregunta un poema a Noelia González. Lo escribió cuando tenía 17 años y ya se sabía ambigua. Aunque recientemente se haya vuelto una moda el término bipolar (para evitar decir ciclotímico), no es ese el concepto que define a Noelia. Esta mujer de 21 años es ambigüedad, contraste; opuestos que conviven, extremos que empujan hacia lados contrarios. Es dos mitades. Tal vez, cuando escribió Simplificación del espejo, intuía que pronto su vida se partiría en dos. Literalmente. Cuando cumplió 18 años, se mudó desde Punta del Este a Montevideo, regla casi inquebrantable para los jóvenes del Interior. Entonces, se preguntó si tener dos casas significaba tener dos hogares.

La primera vez que partió a Montevideo lloró en silencio en el asiento del ómnibus, luego de despedir con la mano a sus padres y hermana en la terminal. Volvería cinco días después y, así, durante dos años. Hoy, tres años y medio separan a Noelia de ese episodio. Y de esa Noelia. “Siempre me dije que, cuando dejara de esperar toda la semana para volver a Punta del Este, entonces me habría mudado de verdad”, confiesa. Y ese momento llegó. Al principio, porque “tenía que estudiar”. “Cuando voy a Punta soy una excusa para organizar asados, salidas familiares, largas sobremesas. No hay tiempo para hacer nada más que familia”, explica. Después, porque lo dejó de necesitar. Cada vez que decía casa sus padres le preguntaban a cuál se refería. Y la sintieron lejos.

Myriam González, la abuela de Noelia, la conoció ocho horas después de su nacimiento, y nunca dejó de percibirla lejana. Define a su primera nieta como “bella y distante”. Afirma que existe “mucho más debajo de esa envoltura glamorosa”, pero que los adultos de su entorno la encuentran bastante inaccesible. “Me cubre una cáscara muy gruesa, lo admito”, se adelanta Noelia, quien está al tanto de lo que “los mayores” creen. Y añade: “Ellos piensan que no quiero acercarme cuando, en realidad, es que a veces no sé cómo”.

Esta es una distancia que confunde a sus padres, que intentan llegar a ella por todos los caminos. “Hace poco, me preguntaron si las veces que iba a Punta del Este era para verlos a ellos”, se extraña Noelia. “No sé a qué se referían”, asegura, pero lo intuye: querían saber si volvería mientras ellos estén esperándola.

“Uno arma su vida donde se encuentra y lo lejos queda lejos”, señala Agustina Castro, amiga de Noelia. Ella también se fue desde Maldonado, y arma la valija cada vez menos. “Hablando de lejanías, capaz que quiere mantenerse lejos por algún motivo…”, agrega. La abuela Myriam coincide en que su nieta demanda “soledad y silencio” en muchos momentos. Sin embargo, Noelia no señala ningún momento en particular: “No busco la soledad, todo lo contrario. Es solo que me trasladé junto con mi vida, y la seguí construyendo aquí en Montevideo”.

Pero la distancia es un problema desde que Noelia puede recordar. Como las palabras se encontraban demasiado lejos de la boca, encontraron una puerta a través de las manos. La escritura es el puente que une su alma con el resto, tal como reconoce en otro de sus poemas. Dieciséis diarios íntimos en diez años, 49 poemas en un libro que se denomina Se dice tiempo y que publicó a los 17 (“por las dudas”), resumen su vida hasta ahora. En su mesa de luz la espera un libro en blanco, que compró en Turquía el año pasado. “Es tan perfecto que quiero rayarlo con algo que valga la pena”, comenta mientras huele el cuero con que está forrado. Lo devuelve a la mesa y continúa esperando la historia que lo merezca.

“Empecé a escribir a los seis años y nunca paré, ni siquiera para releer lo que estaba escribiendo”, cuenta. Confiesa que, aún desde pequeña, que lean lo que escribe le hace sentir lo mismo: que está completamente desnuda porque lo dijo todo. “Así es como acorto las distancias con los demás, así que no me digan que soy distante”, comenta con tono jocoso.

La distancia, sin embargo, ahora también es física. En Montevideo se encuentra el estudio, los amigos, el amor. Sus amigos coinciden en que Noelia es ella en su máxima expresión en el ámbito académico. “La veo mejor siempre que está haciendo un trabajo que le fascina”, afirma Florencia Briano, amiga y “hermana postiza” de la infancia. Noelia estudia periodismo. “No recuerdo haber querido ser algo más”, comenta, mientras fuerza a la memoria entrecerrando los ojos. “No, nada más”.

Su vecina desde hace once años, Patricia Ibáñez, recuerda la tarde en que Noelia llegó al umbral de su casa y le pidió “angustiada” que le contara lo que le había oído comentar alguna vez: que era abogada porque su madre no le permitió estudiar periodismo. “Estaba luchando por lo que quería estudiar”, recuerda Patricia, quien define a Noelia como alguien “tenaz, que sabe lo que quiere”. “Jugué a ser informativista toda mi niñez; con mis vecinos del barrio, con mi hermana, con mis abuelos en las vacaciones en Punta del Diablo. No tenía otra cosa en mente que ser periodista. Cuando llegó la hora de inscribirme a una Facultad, mis padres descubrieron que el juego se había convertido en vida real. ¡Cómo les hubiera gustado que jugara a los abogados!”, ríe Noelia, con acento de triunfo.

En el amor, Noelia también construyó sus propios puentes. Los Reyes Magos le trajeron una guitarra cuando tenía diez años, y aprendió a tocar canciones de Shakira (cuando todavía era una joven romántica y no una loba en el armario), Silvio Rodríguez y Christina Aguilera. Cuando el primer amor se fue por dos meses a Suiza, Noelia compuso Kilómetros de lágrimas y la guitarra funcionó como pañuelo. Todavía funciona.

“Cuando hablo de amor, muchos ven una contradicción entre ese concepto y mi personalidad. Mis compañeros de clase llegaron a decirme Malparida (por la telenovela argentina). Y no era por el pelo largo de Juana Viale”, comenta Noelia, riéndose de sí misma. Incluso, esta chica a la que muchas veces tildan de fría, cree con firmeza que “al final, todo es sobre el amor. Es la pieza que no puede faltar”. Cuando tenía catorce años, una revista argentina publicó uno de sus poemas, Eres para mí. “Cuando mi tío lo leyó, no podía creerlo. Se preguntaba por la niña detrás de la sobrina. Pero es que no es necesario ser mayor para entender cómo funciona la cosa. Que yo sepa, el amor siempre movió el mundo”, asegura Noelia.
Sus amigos le reprochan su incapacidad de estar sola. Que siempre tiene novio. Que basta, que aprenda. Pero Noelia ya respondió, y admite con ligereza: sigo siendo lo que son/de noche los girasoles:/soy giramores.

En Montevideo también están los amigos. Los nuevos, y los que viajan en el mismo ómnibus, y despiden a sus familias en la misma terminal. Y, los amigos, son los que siempre están. La lealtad es la única condición que Noelia encuentra para la amistad entre dos personas. “Nunca perdonaría una traición”, advierte Forencia Reolon, otra de las amigas de Noelia que saben con certeza que la lealtad se paga con lealtad. “Sé perdonar, pero no sé pedir perdón”, aclara Noelia, quien señala que su mayor defecto radica en su impulsividad. “A veces, reacciona sin pensar”, dice Briano; “es impaciente, ansiosa”, recuerda Alfredo Ravazzani, su exnovio y mejor amigo, quien recuerda –ahora- con gracia, cómo Noelia colgaba el teléfono al enojarse. “Es impetuosa, porque es más corazón que cerebro”, explica su amiga Agustina.

El equilibrio entre el corazón y el cerebro es precario, tendencioso. “Mi vida es como una balanza: si algo la desequilibra demasiado, todo lo demás se mueve”, compara Noelia. La otra mitad de la balanza está en Punta del Este, y en calma.

En Maldonado está la infancia. Allí Noelia comenzó a escribir su historia. “Creía que vivía en un dibujito animado”, recuerda, y vuelve al lugar común del niño: las rodillas raspadas. De niña, Noelia hacía todo. Era todo. Gimnasia olímpica, handball, natación, fútbol; sobredosis de deporte. Leer, escribir, inglés, guitarra, coro, club de ciencias, costura de peluches. Sí, costura de peluches. “Siempre fui muy exigente conmigo misma, y me obsesionaba con lo que hacía. Todavía me obsesiono”, cuenta, y recuerda cómo se levantaba en mitad de la noche a practicar los eventuales penales del partido de handball del otro día.

El apartamento donde vive es inmaculado. Todo está en orden, limpio, en equilibrio. No hay ningún cuadro torcido. No lo habrá. “Creo que los que no me conocen piensan que soy fría, competitiva y perfeccionista. Y no se equivocan, pero no es lo que me define. Soy demasiado sensible, compito conmigo misma, y soy demasiado ansiosa como para creer en la perfección”. Como alumna, Noelia se reconoce insoportable. “A veces me olvido de que soy la alumna, y me creo la profesora. Y odio las notas de una sola cifra”.

En Maldonado, también está la familia. Maldonado es sinónimo de un padre Sergio, una madre Sandra, una hermana Jimena (y Toby, Setiembre, Fiona, Carola, Llucky, Pelucín y Greta; todos peludos). En Maldonado está la estufa a leña y la merienda alrededor, la cama grande a la mañana y el desayuno en bandeja, la guitarreada en la barbacoa con un cancionero descaradamente improvisado. En esa casa en el este están las raíces, que se extienden kilómetros pero que no se arrancan. Porque uno es uno, aunque existan dos horas de distancia entre una y otra mitad.