viernes, 8 de julio de 2011

Último perfil


Atilio Disiot

Hay alguien detrás de la cámara

Baterías, cinta, cable, micrófono. Baterías de repuesto. Atilio Disiot prepara el bolso y sabe que, cuando el periodista diga “vamos”, él estará listo. Y el periodista confía en que así sea.

Atilio es el único camarógrafo de Canal Once de Punta del Este que luce pelo blanco. Tiene 63 años, y es de los primeros “cámaras” de Maldonado. “En 1984 compré mi primera cámara, en un remate en Montevideo. Era un video-tape, con rollo, como tenían los grabadores de audio”, cuenta Atilio, como el hito que marcó el inicio de su carrera. “Me costó 450 pesos, que en ese momento era una gran cantidad de dólares, un esfuerzo brutal”, recuerda. Y jamás se arrepintió de pagar esa suma.

El interés por filmar fue algo que “se prendió” en él, no existe una explicación lo suficientemente lógica. Se inició como “socialero”, filmando en cumpleaños, en casamientos. Al tiempo, decidió dejar de ser solo un aficionado y realizó un curso una empresa llamada Encuadres, en la capital del país.

Atilio nació en Minas. Su padre, italiano, poseía canteras de mármol. Atilio partió de Lavalleja a los catorce años, sin ánimos de estudiar en le Escuela Agraria, pero consciente de lo que significaba para sus padres que lo hiciera: “estudié porque solo eran tres años y quería dar una satisfacción a mis padres”, confiesa. Atilio quería dedicarse a lo que le apasionaba, como todo ser humano que se atreve a vivir de lo que ama. Hoy, ser camarógrafo es, en primera instancia, su medio de vida. “Tengo la suerte de que para eso me pagan. No todos podemos trabajar en lo que nos gusta”, reconoce.

Pero, para filmar bien, no solo se necesita la pasión. El “bueno gusto, ser observador, saber utilizar las herramientas que se tiene en las manos, eso es fundamental”, advierte Atilio, quien se reconoce un detallista. “Lo que tomo en cuenta es eso, el detalle mínimo”, señala. “A veces veo a un padre que está abrazando a su hijo cuando se está casando, y por ahí le pone la mano por encima del hombro y yo filmo eso, la mano. En el último casamiento al que fui lo hice y ni cuenta me di de que lo había hecho; fui con el zoom e hice esa mano”, recuerda. Sus colegas se lo hicieron notar luego, porque Atilio lo realiza de manera automática. Una “caricia especial” de dos novios que se toman de la mano en el altar jamás pasará desapercibida si es él quien mira tras la lente.

El camarógrafo, casi por definición, debe pasar inadvertido, ser el testigo de lo que está sucediendo pero no participar. Es un cómplice, pero no un actor. Al menos, eso dicen. En prensa, el periodista es la cara visible del trabajo en equipo, el que se lleva los aplausos o los abucheos. Atilio no lo siente de esa forma. “Eso no me interesa, porque yo sé que sin mí no puede hacerlo. Yo sé que soy el 50 por ciento del trabajo”, argumenta, consciente de la responsabilidad que acarrea por llevar una cámara al hombro. (“Capaz que soy más del 50 por ciento, pero queda más simpático si digo solo el 50”, confiesa entre risas).
“Para mí, no pasamos desapercibidos”, asegura. Como camarógrafo, “soy el que marco de qué forma tiene que pararse el periodista; trabajo mucho a contraluz, y si el periodista no me interpreta es muy difícil”, agrega.

Eliana Moretti, periodista y colega de Atilio, es de las que se encuentran del otro lado de la lente. Sin embargo, reconoce que la labor del camarógrafo es “tan importante como la del delante de cámara. Como periodista se tiene la responsabilidad porque se está siendo visto y juzgado, pero quien esta detrás es tan importante porque el trabajo claramente no estaría sin él. Aquí vale más el trabajo en equipo”.

Moretti cuenta que Atilio “es hiperactivo; siempre anda moviéndose para todos lados. Le obsesiona la perfección”, afirma, y agrega que esa obsesión da sus frutos: “Su trabajo es impecable”. Eduardo Batista, también periodista del Canal, recuerda cómo ese andar apurado lleva a Atilio a tropezar muchas veces. Literalmente: “Frente a la Jefatura hay un desnivel en la calle. Como él anda siempre corriendo, un día se pegó un porrazo. Lo increíble es que cada vez que vamos y pasamos por ese lugar se tropieza”, recuerda Batista, quien reconoce que “eso le pasa por andar corriendo todo el tiempo”.

Para alguien que se siente más a gusto trabajando solo que en conjunto con otros cámaras, nombrar a un “maestro” en lo profesional parecería forzado. Pero no lo es.  “Tuve la suerte de que nos diera un charla Eduardo Ruiz, un camarógrafo de Canal 12 que falleció hace años. Era un camarógrafo impresionante. Yo siempre me fijé de qué manera hacía las cosas", reconoce.

-¿Quién es su referente en lo personal?

-No sé si lo tengo, no estoy tan seguro. ¿Puedo contestar esa mañana?
  
Tal vez el ambiente de la televisión lo obligue a repensar esta pregunta. “No es tan fácil como parece desde fuera”, señala, y asegura que “hay compañeros que son más afines para trabajar, y otros no tanto. Pero uno se va acostumbrando, y ellos se acostumbran a uno porque permanecemos muchas horas juntos”, añade.

“Yo, por ejemplo, siempre prefiero hacer las imágenes para vestir después de la nota, pero no siempre se da. Porque los camarógrafos nos acostumbramos tanto que a veces no sabemos lo que está diciendo el entrevistado”, cuenta, como si fuera una suerte de defecto compartido entre los camarógrafos, víctimas de la vorágine del trabajo diario. Atilio cree que, más que evolucionar, la televisión ha involucionado.

No soporta el desorden. “Cables por el piso, que a último momento se tengan en cuenta las cosas”, es el tipo de cosas que lo hacen “explotar”. “Miro eso, me enojo y, ahí, me peleo con mis compañeros”, confiesa. “Soy muy explosivo, muy sensible; no lo demuestro, pero lo soy. Me afecta cualquier pavada, me preocupa cualquier pavada. Y me gusta tener muy buena camaradería con mis compañeros”, cuenta de sí mismo.

Ha dedicado mañanas enteras a etiquetar las cintas con el número correspondiente, y a colocarlas en el estante en orden creciente. Cuando llega de hacer una nota, se dirige de inmediato a la carpeta roja de los camarógrafos, anota el número de cinta, el tema de la entrevista, la posición en la que se encuentra en el mini dv. Piensa que, ojalá, todos hicieran lo mismo.

Atilio ama tanto su trabajo, que muchas veces dedica su tiempo libre a preparar sociales, por ejemplo. Sin embargo, reconoce que su familia –su señora y sus dos hijas- son su base: “No lo digo por protocolo, sino porque es verdad. Me aboco muchísimo a ellas”.

Un ojo redondo y muy celeste se cierra, el otro se abre al máximo. Mira a través de la lente. Ajusta el zoom. Enfoca y desenfoca, le gusta ese efecto. Cuando cree que el encuadre y la luz son perfectos, Atilio filma.

viernes, 1 de julio de 2011

La práctica más difícil: un perfil sobre mí misma


La distancia es un puente

¿Pero cómo,/cuándo pasó/que se miró al espejo y vio/lo que todos veían?/¿Era por fin un puzzle/de una sola pieza? le pregunta un poema a Noelia González. Lo escribió cuando tenía 17 años y ya se sabía ambigua. Aunque recientemente se haya vuelto una moda el término bipolar (para evitar decir ciclotímico), no es ese el concepto que define a Noelia. Esta mujer de 21 años es ambigüedad, contraste; opuestos que conviven, extremos que empujan hacia lados contrarios. Es dos mitades. Tal vez, cuando escribió Simplificación del espejo, intuía que pronto su vida se partiría en dos. Literalmente. Cuando cumplió 18 años, se mudó desde Punta del Este a Montevideo, regla casi inquebrantable para los jóvenes del Interior. Entonces, se preguntó si tener dos casas significaba tener dos hogares.

La primera vez que partió a Montevideo lloró en silencio en el asiento del ómnibus, luego de despedir con la mano a sus padres y hermana en la terminal. Volvería cinco días después y, así, durante dos años. Hoy, tres años y medio separan a Noelia de ese episodio. Y de esa Noelia. “Siempre me dije que, cuando dejara de esperar toda la semana para volver a Punta del Este, entonces me habría mudado de verdad”, confiesa. Y ese momento llegó. Al principio, porque “tenía que estudiar”. “Cuando voy a Punta soy una excusa para organizar asados, salidas familiares, largas sobremesas. No hay tiempo para hacer nada más que familia”, explica. Después, porque lo dejó de necesitar. Cada vez que decía casa sus padres le preguntaban a cuál se refería. Y la sintieron lejos.

Myriam González, la abuela de Noelia, la conoció ocho horas después de su nacimiento, y nunca dejó de percibirla lejana. Define a su primera nieta como “bella y distante”. Afirma que existe “mucho más debajo de esa envoltura glamorosa”, pero que los adultos de su entorno la encuentran bastante inaccesible. “Me cubre una cáscara muy gruesa, lo admito”, se adelanta Noelia, quien está al tanto de lo que “los mayores” creen. Y añade: “Ellos piensan que no quiero acercarme cuando, en realidad, es que a veces no sé cómo”.

Esta es una distancia que confunde a sus padres, que intentan llegar a ella por todos los caminos. “Hace poco, me preguntaron si las veces que iba a Punta del Este era para verlos a ellos”, se extraña Noelia. “No sé a qué se referían”, asegura, pero lo intuye: querían saber si volvería mientras ellos estén esperándola.

“Uno arma su vida donde se encuentra y lo lejos queda lejos”, señala Agustina Castro, amiga de Noelia. Ella también se fue desde Maldonado, y arma la valija cada vez menos. “Hablando de lejanías, capaz que quiere mantenerse lejos por algún motivo…”, agrega. La abuela Myriam coincide en que su nieta demanda “soledad y silencio” en muchos momentos. Sin embargo, Noelia no señala ningún momento en particular: “No busco la soledad, todo lo contrario. Es solo que me trasladé junto con mi vida, y la seguí construyendo aquí en Montevideo”.

Pero la distancia es un problema desde que Noelia puede recordar. Como las palabras se encontraban demasiado lejos de la boca, encontraron una puerta a través de las manos. La escritura es el puente que une su alma con el resto, tal como reconoce en otro de sus poemas. Dieciséis diarios íntimos en diez años, 49 poemas en un libro que se denomina Se dice tiempo y que publicó a los 17 (“por las dudas”), resumen su vida hasta ahora. En su mesa de luz la espera un libro en blanco, que compró en Turquía el año pasado. “Es tan perfecto que quiero rayarlo con algo que valga la pena”, comenta mientras huele el cuero con que está forrado. Lo devuelve a la mesa y continúa esperando la historia que lo merezca.

“Empecé a escribir a los seis años y nunca paré, ni siquiera para releer lo que estaba escribiendo”, cuenta. Confiesa que, aún desde pequeña, que lean lo que escribe le hace sentir lo mismo: que está completamente desnuda porque lo dijo todo. “Así es como acorto las distancias con los demás, así que no me digan que soy distante”, comenta con tono jocoso.

La distancia, sin embargo, ahora también es física. En Montevideo se encuentra el estudio, los amigos, el amor. Sus amigos coinciden en que Noelia es ella en su máxima expresión en el ámbito académico. “La veo mejor siempre que está haciendo un trabajo que le fascina”, afirma Florencia Briano, amiga y “hermana postiza” de la infancia. Noelia estudia periodismo. “No recuerdo haber querido ser algo más”, comenta, mientras fuerza a la memoria entrecerrando los ojos. “No, nada más”.

Su vecina desde hace once años, Patricia Ibáñez, recuerda la tarde en que Noelia llegó al umbral de su casa y le pidió “angustiada” que le contara lo que le había oído comentar alguna vez: que era abogada porque su madre no le permitió estudiar periodismo. “Estaba luchando por lo que quería estudiar”, recuerda Patricia, quien define a Noelia como alguien “tenaz, que sabe lo que quiere”. “Jugué a ser informativista toda mi niñez; con mis vecinos del barrio, con mi hermana, con mis abuelos en las vacaciones en Punta del Diablo. No tenía otra cosa en mente que ser periodista. Cuando llegó la hora de inscribirme a una Facultad, mis padres descubrieron que el juego se había convertido en vida real. ¡Cómo les hubiera gustado que jugara a los abogados!”, ríe Noelia, con acento de triunfo.

En el amor, Noelia también construyó sus propios puentes. Los Reyes Magos le trajeron una guitarra cuando tenía diez años, y aprendió a tocar canciones de Shakira (cuando todavía era una joven romántica y no una loba en el armario), Silvio Rodríguez y Christina Aguilera. Cuando el primer amor se fue por dos meses a Suiza, Noelia compuso Kilómetros de lágrimas y la guitarra funcionó como pañuelo. Todavía funciona.

“Cuando hablo de amor, muchos ven una contradicción entre ese concepto y mi personalidad. Mis compañeros de clase llegaron a decirme Malparida (por la telenovela argentina). Y no era por el pelo largo de Juana Viale”, comenta Noelia, riéndose de sí misma. Incluso, esta chica a la que muchas veces tildan de fría, cree con firmeza que “al final, todo es sobre el amor. Es la pieza que no puede faltar”. Cuando tenía catorce años, una revista argentina publicó uno de sus poemas, Eres para mí. “Cuando mi tío lo leyó, no podía creerlo. Se preguntaba por la niña detrás de la sobrina. Pero es que no es necesario ser mayor para entender cómo funciona la cosa. Que yo sepa, el amor siempre movió el mundo”, asegura Noelia.
Sus amigos le reprochan su incapacidad de estar sola. Que siempre tiene novio. Que basta, que aprenda. Pero Noelia ya respondió, y admite con ligereza: sigo siendo lo que son/de noche los girasoles:/soy giramores.

En Montevideo también están los amigos. Los nuevos, y los que viajan en el mismo ómnibus, y despiden a sus familias en la misma terminal. Y, los amigos, son los que siempre están. La lealtad es la única condición que Noelia encuentra para la amistad entre dos personas. “Nunca perdonaría una traición”, advierte Forencia Reolon, otra de las amigas de Noelia que saben con certeza que la lealtad se paga con lealtad. “Sé perdonar, pero no sé pedir perdón”, aclara Noelia, quien señala que su mayor defecto radica en su impulsividad. “A veces, reacciona sin pensar”, dice Briano; “es impaciente, ansiosa”, recuerda Alfredo Ravazzani, su exnovio y mejor amigo, quien recuerda –ahora- con gracia, cómo Noelia colgaba el teléfono al enojarse. “Es impetuosa, porque es más corazón que cerebro”, explica su amiga Agustina.

El equilibrio entre el corazón y el cerebro es precario, tendencioso. “Mi vida es como una balanza: si algo la desequilibra demasiado, todo lo demás se mueve”, compara Noelia. La otra mitad de la balanza está en Punta del Este, y en calma.

En Maldonado está la infancia. Allí Noelia comenzó a escribir su historia. “Creía que vivía en un dibujito animado”, recuerda, y vuelve al lugar común del niño: las rodillas raspadas. De niña, Noelia hacía todo. Era todo. Gimnasia olímpica, handball, natación, fútbol; sobredosis de deporte. Leer, escribir, inglés, guitarra, coro, club de ciencias, costura de peluches. Sí, costura de peluches. “Siempre fui muy exigente conmigo misma, y me obsesionaba con lo que hacía. Todavía me obsesiono”, cuenta, y recuerda cómo se levantaba en mitad de la noche a practicar los eventuales penales del partido de handball del otro día.

El apartamento donde vive es inmaculado. Todo está en orden, limpio, en equilibrio. No hay ningún cuadro torcido. No lo habrá. “Creo que los que no me conocen piensan que soy fría, competitiva y perfeccionista. Y no se equivocan, pero no es lo que me define. Soy demasiado sensible, compito conmigo misma, y soy demasiado ansiosa como para creer en la perfección”. Como alumna, Noelia se reconoce insoportable. “A veces me olvido de que soy la alumna, y me creo la profesora. Y odio las notas de una sola cifra”.

En Maldonado, también está la familia. Maldonado es sinónimo de un padre Sergio, una madre Sandra, una hermana Jimena (y Toby, Setiembre, Fiona, Carola, Llucky, Pelucín y Greta; todos peludos). En Maldonado está la estufa a leña y la merienda alrededor, la cama grande a la mañana y el desayuno en bandeja, la guitarreada en la barbacoa con un cancionero descaradamente improvisado. En esa casa en el este están las raíces, que se extienden kilómetros pero que no se arrancan. Porque uno es uno, aunque existan dos horas de distancia entre una y otra mitad.



martes, 21 de junio de 2011

Linda Kohen - Perfil


La edad más linda

-¿Vos te sentís más viejo?- pregunta la madre al hijo, mientras bebe café –Porque yo no.

Linda Kohen tiene 86 años, y no entiende por qué debería sentirse de 86. Si siempre ha sido la misma persona: “¿Y todavía pintás, me preguntan? Puxa, yo sigo siendo un ser viviente, sigo siendo yo; no soy Linda Kohen vieja, yo soy Linda Kohen”.

Se encuentra levemente encorvada hacia delante, con el peinado blanco intacto y las piernas cruzadas bajo la mesa de la sala de estar. La rodean tres teléfonos, un celular, y una agenda repleta. Mientras espera ansiosa la respuesta de su hijo –que en pocos minutos partirá de nuevo a Buenos Aires, donde vive desde hace años-, lo observa entrecerrando los ojos celestes y pequeños. No se podría decir qué edad tienen los ojos de Linda.

Se molesta porque siempre le preguntan lo mismo. Que qué hará después, qué piensa hacer en el futuro. Desde hace más de seis décadas la entrevistan y el tema de la edad se fue colando en el formulario de preguntas, hasta convertirse en una pregunta obligada. Por fin, Linda decide no contradecirse; después de todo, ha dicho que sigue siendo la misma. Y se resigna: las respuestas tampoco podrían ser diferentes.

Linda pinta, pinta todo el tiempo que puede. Pero decir que es una “pintora” es reducir demasiado su identidad. Porque, si esta mujer estuviera hecha solo de pintura –de óleo de colores cada vez más blancos-, no sería ella. A los siete años, la maestra pidió a sus alumnos que dibujaran algo, cualquier cosa. Linda trazó unas margaritas blancas, con el centro amarillo y las puntas de los pétalos rosadas. La enviaron a la dirección a mostrar su trabajo. Esto fue en Milán, Italia. Siete años después de este episodio, en 1939, Linda se embarcará hacia el Río de la Plata, con la parte de su familia que logre escapar de las leyes antisemitas. Será la primera vez que huya; la segunda será en 1973, en Uruguay.

¿Dónde quedan las raíces de las flores que se remueven de la tierra? Linda dice no saber donde están las suyas. Se siente uruguaya, se siente italiana; se siente judía, y eso le preocupa. “Porque no soy religiosa y, sin embargo, ese judaísmo está en mí, de una manera inexplicable”, confiesa con el acento italiano que nunca la abandonó.

Antes de pasar al taller, debe hacer una llamada. Es la primera de las tres que hará durante la mañana. Una mañana que comienza en la ducha a las nueve. Todos los días. Confirma la hora en que la pasará a buscar una de sus alumnas para ir a una exposición de arte. Una vez que cuelga el teléfono, se disculpa. Pero la puntualidad es muy importante. “Siempre espero, siempre espero. Y si llego tarde, sufro”, explica con preocupación.

Su secretaria llegará diez minutos más tarde de lo previsto. Y Linda confesará: “Esos diez minutos me dieron bronca. Porque yo la esperaba a  las 10.30, no 10.40. Yo estaba lista para ella a las 10.30”. Se detiene tres segundos y se muerde el labio inferior casi de forma imperceptible.

Rememora a Borges y al tiempo para Borges, y se deleita con el recuerdo de una conferencia sobre este tema a la que asistió. “Es brava la cosa del tiempo, de verlo pasar”, admite, y sonríe al reconstruir el momento en que, de niña, de pronto descubrió la noción de tiempo. Tendría diez años, y camino a la escuela pasó caminando frente a un terreno baldío. “Ahora voy a pasar por aquí, y ese momento jamás va a volver”, se dijo. Y ese momento jamás volvió.

Antes, Linda repartía su tiempo entre su marido Rafael, sus dos hijos, sus tres perras. Ahora, Sonia, quien la ayuda en la casa, también cuida de las perras –Xuxa, una yorkshire que es madre de las otras dos, muerde a quienquiera que intente tocarla-. Pero los demás están lejos, o simplemente no están. Y tal vez sea por eso que los críticos y los periodistas suelen destacar la soledad que emana de los cuadros de Linda. Incluso, El Nuevo Herald publicó un ensayo sobre la soledad de Linda, y lo puso en la portada de ese día, y aún así el crítico de arte Joaquín Badajoz no entendió de forma cabal la soledad de la que habla Linda Kohen.

Porque partió de la misma premisa en la que se suele basar todo ensayo sobre la soledad. Y esta, según Linda, está errada. “La soledad no es una mala palabra”, corrige. Es una palabra inevitable: “Somos solos, estamos contenidos en nosotros mismos. Nunca sabemos exactamente cómo siente el otro”. Y, con sentir tal vez quiera decir doler, porque “si nos duele algo, nos duele, nadie sabe exactamente cómo nos duele, y lo que sentimos es nuestro”, agrega, como si fuera lo más natural del mundo no poder compartir el dolor.

Y lo dice una mujer que nació con el apellido Olivetti, y que muy joven adoptó el de su marido. Ha sido Linda Kohen por más de 63 años. Hace dos que Rafael Kohen falleció y esa razón –junto con mil otras- tal vez explique por qué a Linda “no le da coraje” escuchar música mientras pinta, por qué no se atreve a viajar a su chacra en Punta del Este. Por qué el living es demasiado grande y nadie lo usa, por qué la mesa del comedor está casi vacía.

Pero no se puede hacer nada al respecto. “La soledad es intrínseca al ser humano; aunque uno esté en una multitud, finalmente, uno está solo en la multitud”, asegura Linda, y pronuncia las palabras que Baudelaire quiso decir en Las flores del mal.

El taller huele a pintura fresca y tiene salida a través de un ventanal. Parece el refugio perfecto. Linda pinta en silencio, detiene el pincel y piensa. Juzga. Se para, se aleja del cuadro unos cuatro metros y lo observa durante casi un minuto. Vuelve al banco frente al caballete, y continúa pintando de blanco los asientos en fila, que mueren en un punto de fuga perfecto, y que están inspirados en el pasillo de un avión. La misma perspectiva que emplea para mirar su cuadro la usa para mirar su vida hasta ahora: “Mi familia está lejos, y tengo muchos amigos. Pero lo que da la edad es eso; esa sensación de lo poco que es nuestro tiempo. Ahora el tiempo es mío, me levanto y pinto”.

Pero no es tanto la soledad inherente al hombre lo que Linda busca transmitir –si es que busca algo en especial- al pintar. En realidad, el “común denominador” de su obra es la idea del misterio. El misterio que la preocupa y que sabe que preocupa a los demás, pero que ni ella ni los otros podrán desvelar. Linda encarna el misterio de la vida en un teléfono descolgado, en una valija cerrada, en una docena de autorretratos que están pintados desde el norte al sur de su cuerpo (“porque es como me puedo ver”). Un teléfono descolgado “es quién estará llamando, qué pasará; y por qué no contestan, dónde están”. Dónde están.

Y aunque en sus cuadros esté presente aquello que la atormenta (“la muerte, por supuesto”), también lo está el amor. Al final, todo habla del amor, concluye.

Linda recita con su voz ronca el poema de Gabriele D’Annunzio, La pioggia nel pineto (La lluvia sobre el pinar). Recordar poemas es una técnica que emplea para tranquilizarse, como un ejercicio que le permite su memoria. El poema describe cómo caen las gotas de lluvia, haciendo diferentes sonidos según las hojas. “Él está con su amada y la lluvia los va empapando; estás quedando blanda como una hoja mojada, le dice”.

Taci. Su le soglie
del bosco non odo
parole che dici
umane; ma odo
parole più nuove
che parlano gocciole e foglie
lontane.

“Todo huele a tierra, a lluvia; es muy hermoso”, imagina Linda, y recuerda un episodio similar que vivió una vez que “se atrevió” a volver a la chacra de Punta del Este. No había regresado desde la muerte de su marido, y jamás pensó que allí encontraría tranquilidad. Pero se sentó en una piedra bajo el sol, se quedó largo rato allí sentada, y sintió paz. Y se sorprendió de haberla sentido. “Es curioso que la gente me diga que mis cuadros inspiran paz, cuando yo pinto con un alma atormentada”, se extraña.

Linda acomoda el cuadro sobre el caballete, y vuelve a tomar el pincel. La paleta de colores tiembla sobre la mano izquierda, con movimientos involuntarios. “Hay una posición en la que tiembla”, explica. Antes de poder dar esa explicación, Linda ha acudido al médico, quien le preguntó por qué lo consultaba. “Para que me diga que no tengo Parkinson”, le confesó. Y el médico se lo dijo.

El cuadro que ahora pinta alguna vez la abandonará. En cierta medida, un cuadro es como un hijo, dicen algunos artistas, y Linda coincide. Así como los hijos se alejan, cuando los cuadros lo hacen se produce un “desprendimiento doloroso” con quien lo creó, compara Linda, quien ya ha visto crecer e irse a sus dos hijos, y ha dicho adiós a tantos cuadros, que se desperdigaron por todo el mundo, y que tampoco saben dónde están sus raíces.

Es hora del almuerzo y Linda se sienta a la cabecera de una mesa oval, inmensa y cubierta con un mantel de un blanco impecable. Le pide a Sonia que le cocine huevos caseros, porque hace días que se le antojan. Antes, Sonia le sirve sopa. Hay tres cucharas de distintos tamaños alrededor del plato. Linda toma el recipiente por los costados y bebe directo de él.

Después del almuerzo, se pondrá otra vez su túnica. Volverá a mirar el cuadro desde lejos, se acercará y lo corregirá. Volverá a alejarse, y luego se despedirá de él. Le dolerá.

jueves, 16 de junio de 2011

Valoraciones sobre el examen de Fotoperiodismo II

Creo que estaremos de acuerdo al afirmar que el problema principal a la hora de afrontar un trabajo de este tipo es el tiempo. No poder dedicar a un trabajo la cantidad de horas/días/semanas que se merece atenta contra su calidad, e incluso contra la percepción que se tiene del mismo: hacer todo contrarreloj no permite detenerse a mirar con perspectiva, abstraerse, alejarse del objeto, para poder evaluarlo mejor.

En mi caso, la idea original del proyecto estuvo siempre presente. Quería contar la historia de la única fábrica de banderas del Uruguay. Sin embargo, no sabía con qué me encontraría. ¿Con una multitud de obreros textiles, trabajando apretujados en una fábrica llena de máquinas grises? No. Me topé con una fábrica que no solo fabrica banderas uruguayas, sino que es uruguaya, con todas las connotaciones que eso implica. Y la historia nació al mismo tiempo que yo la descubría, y al ritmo de la voz de Walter Sánchez, el verdadero narrador. Una fábrica –y un rubro- en extinción, amenazado por la feroz China, que no oculta su hambre de economías nacionales de todo el mundo. Con eso me encontré.

El otro tema era, por supuesto, poder retratarlo. Que la foto diga lo que yo quiero decir, que el que la observe capte las enormes dimensiones de la fábrica, que casi pueda oler el perfume fuerte de la pintura, que casi pueda sentir el aire fresco que sale de los canales de ventilación. No sé si lo logré. Pero puedo decir que lo intenté.

En cuanto a cuestiones técnicas, mi intención fue “cubrir lo básico”. Nunca fui una experta en manejar obturadores, ISO; ni cuento con teleobjetivos ni gran angulares. Apliqué las reglas de la composición del cuadro, cuidé la luz (la natural y la artificial); fui lo más amable posible con mi retratado. Luego, edité algunas de las fotos con Lightroom. Secuencias, saturación, contraste, brillo, exposición.

Considero que la mayor dificultad con la que me encontré fue la incertidumbre de si rendiría o no un fotorreportaje en el que casi no hay personas. Pero, es que, en Kaltex son seis personas. Y con eso bastó.

La valoración final que puedo hacer sobre este trabajo es que, como sucede muchas veces en periodismo, me permitió conocer otro aspecto de mi país, de la ciudad en la que vivo. Una visión particular de la economía de Uruguay, si se quiere, y del destino de la industria nacional, desamparada por el Estado, en este caso. Personas. Porque para sacar una foto hay que pedir permiso, hay que hablar, hay que escuchar, hay que respetar. Eso es lo que más valoro de haber realizado este trabajo.

Examen de Fotoperiodismo II

Banderas made in Uruguay

Las banderas uruguayas son importadas de China. Sí, el pabellón nacional, el de las franjas azules y blancas y el sol sonriente. Ese que flamea desde el mástil de la plaza, de la fachada de los Ministerios, y el que sostiene el abanderado con uniforme liceal. Cien por ciento made in China.

Antes no era así. Walter Sánchez, dueño de Kaltex, la única fábrica de banderas del Uruguay, recuerda los primeros años en que trabajó en la fábrica. Cincuenta personas trabajaban estampando tela de forma artesanal, pintándola, creando pieza por pieza. Hoy, Kaltex cuenta con seis funcionarios. Cuando el Estado comenzó a importar estampado de tela desde China, la fábrica se redirigió a la fabricación de banderas. Hoy, se “mantiene a flote”, afirma Sánchez.

En el enorme recinto donde se estampa la tela podrían caber 250 trabajadores; y es que el predio solía ser un tambo. Dos de los seis que allí trabajan pintan de amarillo una tela para un hospital infantil. Con movimientos casi automáticos, los dos hombres se mueven bordeando los 120 metros que suman las cuatro mesas del lugar, dispuestas de forma paralela. No hablan entre ellos; el único sonido que se oye es el de la ventilación y el de la brocha de pintura que recorre la matriz, que contiene la película que da origen al estampado. El ambiente es húmedo y, a pesar del aire que ingresa por los ductos, la garganta empieza a picar unos minutos después de entrar, por el olor a pintura.

Kaltex nació en 1960 y en la actualidad se dedica al diseño, confección, pintado y estampado de banderas. Su única herramienta para competir es la calidad de los productos, a la que apuesta para afrontar al competidor de extramuros: el mundo oriental. Pabellones nacionales, banderas de cuadros de fútbol, publicitarias, de países, son las que fabrica Kaltex en sus instalaciones. Y, aunque todas estas creaciones conviven con las que ingresan desde oriente, Sánchez asegura que la calidad de las banderas uruguayas no tiene comparación con aquellas que se traen más baratas, y que se rompen a la primera sacudida.

Walter Sánchez ingresó a Kaltex cuando tenía 18 años, en 1978. Llegó desde Durazno, un departamento en el corazón del Uruguay, donde trabajaba en un frigorífico. Y experimentó las desventajas de “ser del Interior”: su jornada laboral era de 16 horas, todos los días. Hoy, tiene 53 años. Eso explica por qué el médico le recomendó dejar la fábrica, al descubrir que tenía pulmones “de fumador”, si bien nunca lo había sido en su vida. La piel de las manos, cortadas por la exposición directa a la pintura, es otra huella que dejó en él esta labor.  

En 1981 falleció el dueño de la fábrica. Uno de los empleados le ofreció a Sánchez  instalar una planta, y seguir trabajando. Así, lograron mantener abiertas sus puertas. Hoy en día, los clientes de Kaltex son el Estado, los supermercados (Disco, Geànt, Devoto, entre otros), y marcas como Coca-Cola y Pepsi. Por otro lado, también están las épocas de zafra: “Cada cinco años tenemos una zafra buena, en las campañas electorales”. El fútbol también deja sus réditos. “Ahora estamos haciendo una buena partida de banderas de Peñarol”, señala Sánchez. Él es de Nacional. Pero, “si vende, hay que hacerlo”, confiesa.

La planta alta del establecimiento parece una biblioteca, pero de matrices de banderas. Dispuestas en estanterías que ocupan todas las paredes, se llega a las que se hallan más arriba gracias a escaleras de madera. El proceso del que resultan las banderas hace que el recinto parezca un estudio fotográfico gigante: “Primero se hace la película (un negativo) para hacer el estampado. Es como si fuera una foto, y esa foto se pasa a una matriz, a la que hay que darle luz. Queda el hueco grabado, y este después se pinta”, explica Sánchez, a la vez que muestra el “cuarto oscuro”, donde se guardan las películas para que no se pierda la imagen del estampado.

Las paredes están llenas de pintura; son huellas de movimiento, a través del cual se crea la bandera. “Es un trabajo muy sucio”, acota Sánchez, mientras contempla los botes de distintas pinturas: azul, rosa chicle, amarillo, rojo. “Tenés que tener gusto para hacer el diseño, y también para elegir los colores. En la tela, los colores son muy importantes”, advierte Sánchez. Pero el mensaje también cuenta, afirma el dueño de la fábrica: “Una bandera tiene que decir una sola cosa, y tiene que verse el mensaje de lo que dice”.  

El tiempo de fabricación de una bandera depende del tamaño y de la cantidad de la partida. A su vez, su vida útil, al viento, es de seis meses aproximadamente. En Kaltex se emplea una única tela, el poliéster satinado, que es “pesada”, resistente al viento. “Si no, este las rompe más fácilmente”, afirma Sánchez, quien recuerda que fue en Kaltex, en el año 1990, donde se inventó la bandera uruguaya tradicional, la que se conoce hoy. “Aunque no lo debe saber nadie”. Antes, las franjas azules del pabellón nacional estaban cosidas a la tela blanca. Como notaron que la bandera comenzaba a descoserse por las franjas, decidieron probar fabricar una de una sola pieza, estampando las franjas. Ahora la bandera dura seis veces más.

En la fábrica, oscura y enorme, parece habitar el fantasma de un tiempo pasado; un tiempo en el que las banderas uruguayas eran uruguayas. Y el celeste era celeste.