viernes, 1 de julio de 2011

La práctica más difícil: un perfil sobre mí misma


La distancia es un puente

¿Pero cómo,/cuándo pasó/que se miró al espejo y vio/lo que todos veían?/¿Era por fin un puzzle/de una sola pieza? le pregunta un poema a Noelia González. Lo escribió cuando tenía 17 años y ya se sabía ambigua. Aunque recientemente se haya vuelto una moda el término bipolar (para evitar decir ciclotímico), no es ese el concepto que define a Noelia. Esta mujer de 21 años es ambigüedad, contraste; opuestos que conviven, extremos que empujan hacia lados contrarios. Es dos mitades. Tal vez, cuando escribió Simplificación del espejo, intuía que pronto su vida se partiría en dos. Literalmente. Cuando cumplió 18 años, se mudó desde Punta del Este a Montevideo, regla casi inquebrantable para los jóvenes del Interior. Entonces, se preguntó si tener dos casas significaba tener dos hogares.

La primera vez que partió a Montevideo lloró en silencio en el asiento del ómnibus, luego de despedir con la mano a sus padres y hermana en la terminal. Volvería cinco días después y, así, durante dos años. Hoy, tres años y medio separan a Noelia de ese episodio. Y de esa Noelia. “Siempre me dije que, cuando dejara de esperar toda la semana para volver a Punta del Este, entonces me habría mudado de verdad”, confiesa. Y ese momento llegó. Al principio, porque “tenía que estudiar”. “Cuando voy a Punta soy una excusa para organizar asados, salidas familiares, largas sobremesas. No hay tiempo para hacer nada más que familia”, explica. Después, porque lo dejó de necesitar. Cada vez que decía casa sus padres le preguntaban a cuál se refería. Y la sintieron lejos.

Myriam González, la abuela de Noelia, la conoció ocho horas después de su nacimiento, y nunca dejó de percibirla lejana. Define a su primera nieta como “bella y distante”. Afirma que existe “mucho más debajo de esa envoltura glamorosa”, pero que los adultos de su entorno la encuentran bastante inaccesible. “Me cubre una cáscara muy gruesa, lo admito”, se adelanta Noelia, quien está al tanto de lo que “los mayores” creen. Y añade: “Ellos piensan que no quiero acercarme cuando, en realidad, es que a veces no sé cómo”.

Esta es una distancia que confunde a sus padres, que intentan llegar a ella por todos los caminos. “Hace poco, me preguntaron si las veces que iba a Punta del Este era para verlos a ellos”, se extraña Noelia. “No sé a qué se referían”, asegura, pero lo intuye: querían saber si volvería mientras ellos estén esperándola.

“Uno arma su vida donde se encuentra y lo lejos queda lejos”, señala Agustina Castro, amiga de Noelia. Ella también se fue desde Maldonado, y arma la valija cada vez menos. “Hablando de lejanías, capaz que quiere mantenerse lejos por algún motivo…”, agrega. La abuela Myriam coincide en que su nieta demanda “soledad y silencio” en muchos momentos. Sin embargo, Noelia no señala ningún momento en particular: “No busco la soledad, todo lo contrario. Es solo que me trasladé junto con mi vida, y la seguí construyendo aquí en Montevideo”.

Pero la distancia es un problema desde que Noelia puede recordar. Como las palabras se encontraban demasiado lejos de la boca, encontraron una puerta a través de las manos. La escritura es el puente que une su alma con el resto, tal como reconoce en otro de sus poemas. Dieciséis diarios íntimos en diez años, 49 poemas en un libro que se denomina Se dice tiempo y que publicó a los 17 (“por las dudas”), resumen su vida hasta ahora. En su mesa de luz la espera un libro en blanco, que compró en Turquía el año pasado. “Es tan perfecto que quiero rayarlo con algo que valga la pena”, comenta mientras huele el cuero con que está forrado. Lo devuelve a la mesa y continúa esperando la historia que lo merezca.

“Empecé a escribir a los seis años y nunca paré, ni siquiera para releer lo que estaba escribiendo”, cuenta. Confiesa que, aún desde pequeña, que lean lo que escribe le hace sentir lo mismo: que está completamente desnuda porque lo dijo todo. “Así es como acorto las distancias con los demás, así que no me digan que soy distante”, comenta con tono jocoso.

La distancia, sin embargo, ahora también es física. En Montevideo se encuentra el estudio, los amigos, el amor. Sus amigos coinciden en que Noelia es ella en su máxima expresión en el ámbito académico. “La veo mejor siempre que está haciendo un trabajo que le fascina”, afirma Florencia Briano, amiga y “hermana postiza” de la infancia. Noelia estudia periodismo. “No recuerdo haber querido ser algo más”, comenta, mientras fuerza a la memoria entrecerrando los ojos. “No, nada más”.

Su vecina desde hace once años, Patricia Ibáñez, recuerda la tarde en que Noelia llegó al umbral de su casa y le pidió “angustiada” que le contara lo que le había oído comentar alguna vez: que era abogada porque su madre no le permitió estudiar periodismo. “Estaba luchando por lo que quería estudiar”, recuerda Patricia, quien define a Noelia como alguien “tenaz, que sabe lo que quiere”. “Jugué a ser informativista toda mi niñez; con mis vecinos del barrio, con mi hermana, con mis abuelos en las vacaciones en Punta del Diablo. No tenía otra cosa en mente que ser periodista. Cuando llegó la hora de inscribirme a una Facultad, mis padres descubrieron que el juego se había convertido en vida real. ¡Cómo les hubiera gustado que jugara a los abogados!”, ríe Noelia, con acento de triunfo.

En el amor, Noelia también construyó sus propios puentes. Los Reyes Magos le trajeron una guitarra cuando tenía diez años, y aprendió a tocar canciones de Shakira (cuando todavía era una joven romántica y no una loba en el armario), Silvio Rodríguez y Christina Aguilera. Cuando el primer amor se fue por dos meses a Suiza, Noelia compuso Kilómetros de lágrimas y la guitarra funcionó como pañuelo. Todavía funciona.

“Cuando hablo de amor, muchos ven una contradicción entre ese concepto y mi personalidad. Mis compañeros de clase llegaron a decirme Malparida (por la telenovela argentina). Y no era por el pelo largo de Juana Viale”, comenta Noelia, riéndose de sí misma. Incluso, esta chica a la que muchas veces tildan de fría, cree con firmeza que “al final, todo es sobre el amor. Es la pieza que no puede faltar”. Cuando tenía catorce años, una revista argentina publicó uno de sus poemas, Eres para mí. “Cuando mi tío lo leyó, no podía creerlo. Se preguntaba por la niña detrás de la sobrina. Pero es que no es necesario ser mayor para entender cómo funciona la cosa. Que yo sepa, el amor siempre movió el mundo”, asegura Noelia.
Sus amigos le reprochan su incapacidad de estar sola. Que siempre tiene novio. Que basta, que aprenda. Pero Noelia ya respondió, y admite con ligereza: sigo siendo lo que son/de noche los girasoles:/soy giramores.

En Montevideo también están los amigos. Los nuevos, y los que viajan en el mismo ómnibus, y despiden a sus familias en la misma terminal. Y, los amigos, son los que siempre están. La lealtad es la única condición que Noelia encuentra para la amistad entre dos personas. “Nunca perdonaría una traición”, advierte Forencia Reolon, otra de las amigas de Noelia que saben con certeza que la lealtad se paga con lealtad. “Sé perdonar, pero no sé pedir perdón”, aclara Noelia, quien señala que su mayor defecto radica en su impulsividad. “A veces, reacciona sin pensar”, dice Briano; “es impaciente, ansiosa”, recuerda Alfredo Ravazzani, su exnovio y mejor amigo, quien recuerda –ahora- con gracia, cómo Noelia colgaba el teléfono al enojarse. “Es impetuosa, porque es más corazón que cerebro”, explica su amiga Agustina.

El equilibrio entre el corazón y el cerebro es precario, tendencioso. “Mi vida es como una balanza: si algo la desequilibra demasiado, todo lo demás se mueve”, compara Noelia. La otra mitad de la balanza está en Punta del Este, y en calma.

En Maldonado está la infancia. Allí Noelia comenzó a escribir su historia. “Creía que vivía en un dibujito animado”, recuerda, y vuelve al lugar común del niño: las rodillas raspadas. De niña, Noelia hacía todo. Era todo. Gimnasia olímpica, handball, natación, fútbol; sobredosis de deporte. Leer, escribir, inglés, guitarra, coro, club de ciencias, costura de peluches. Sí, costura de peluches. “Siempre fui muy exigente conmigo misma, y me obsesionaba con lo que hacía. Todavía me obsesiono”, cuenta, y recuerda cómo se levantaba en mitad de la noche a practicar los eventuales penales del partido de handball del otro día.

El apartamento donde vive es inmaculado. Todo está en orden, limpio, en equilibrio. No hay ningún cuadro torcido. No lo habrá. “Creo que los que no me conocen piensan que soy fría, competitiva y perfeccionista. Y no se equivocan, pero no es lo que me define. Soy demasiado sensible, compito conmigo misma, y soy demasiado ansiosa como para creer en la perfección”. Como alumna, Noelia se reconoce insoportable. “A veces me olvido de que soy la alumna, y me creo la profesora. Y odio las notas de una sola cifra”.

En Maldonado, también está la familia. Maldonado es sinónimo de un padre Sergio, una madre Sandra, una hermana Jimena (y Toby, Setiembre, Fiona, Carola, Llucky, Pelucín y Greta; todos peludos). En Maldonado está la estufa a leña y la merienda alrededor, la cama grande a la mañana y el desayuno en bandeja, la guitarreada en la barbacoa con un cancionero descaradamente improvisado. En esa casa en el este están las raíces, que se extienden kilómetros pero que no se arrancan. Porque uno es uno, aunque existan dos horas de distancia entre una y otra mitad.



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