martes, 21 de junio de 2011

Linda Kohen - Perfil


La edad más linda

-¿Vos te sentís más viejo?- pregunta la madre al hijo, mientras bebe café –Porque yo no.

Linda Kohen tiene 86 años, y no entiende por qué debería sentirse de 86. Si siempre ha sido la misma persona: “¿Y todavía pintás, me preguntan? Puxa, yo sigo siendo un ser viviente, sigo siendo yo; no soy Linda Kohen vieja, yo soy Linda Kohen”.

Se encuentra levemente encorvada hacia delante, con el peinado blanco intacto y las piernas cruzadas bajo la mesa de la sala de estar. La rodean tres teléfonos, un celular, y una agenda repleta. Mientras espera ansiosa la respuesta de su hijo –que en pocos minutos partirá de nuevo a Buenos Aires, donde vive desde hace años-, lo observa entrecerrando los ojos celestes y pequeños. No se podría decir qué edad tienen los ojos de Linda.

Se molesta porque siempre le preguntan lo mismo. Que qué hará después, qué piensa hacer en el futuro. Desde hace más de seis décadas la entrevistan y el tema de la edad se fue colando en el formulario de preguntas, hasta convertirse en una pregunta obligada. Por fin, Linda decide no contradecirse; después de todo, ha dicho que sigue siendo la misma. Y se resigna: las respuestas tampoco podrían ser diferentes.

Linda pinta, pinta todo el tiempo que puede. Pero decir que es una “pintora” es reducir demasiado su identidad. Porque, si esta mujer estuviera hecha solo de pintura –de óleo de colores cada vez más blancos-, no sería ella. A los siete años, la maestra pidió a sus alumnos que dibujaran algo, cualquier cosa. Linda trazó unas margaritas blancas, con el centro amarillo y las puntas de los pétalos rosadas. La enviaron a la dirección a mostrar su trabajo. Esto fue en Milán, Italia. Siete años después de este episodio, en 1939, Linda se embarcará hacia el Río de la Plata, con la parte de su familia que logre escapar de las leyes antisemitas. Será la primera vez que huya; la segunda será en 1973, en Uruguay.

¿Dónde quedan las raíces de las flores que se remueven de la tierra? Linda dice no saber donde están las suyas. Se siente uruguaya, se siente italiana; se siente judía, y eso le preocupa. “Porque no soy religiosa y, sin embargo, ese judaísmo está en mí, de una manera inexplicable”, confiesa con el acento italiano que nunca la abandonó.

Antes de pasar al taller, debe hacer una llamada. Es la primera de las tres que hará durante la mañana. Una mañana que comienza en la ducha a las nueve. Todos los días. Confirma la hora en que la pasará a buscar una de sus alumnas para ir a una exposición de arte. Una vez que cuelga el teléfono, se disculpa. Pero la puntualidad es muy importante. “Siempre espero, siempre espero. Y si llego tarde, sufro”, explica con preocupación.

Su secretaria llegará diez minutos más tarde de lo previsto. Y Linda confesará: “Esos diez minutos me dieron bronca. Porque yo la esperaba a  las 10.30, no 10.40. Yo estaba lista para ella a las 10.30”. Se detiene tres segundos y se muerde el labio inferior casi de forma imperceptible.

Rememora a Borges y al tiempo para Borges, y se deleita con el recuerdo de una conferencia sobre este tema a la que asistió. “Es brava la cosa del tiempo, de verlo pasar”, admite, y sonríe al reconstruir el momento en que, de niña, de pronto descubrió la noción de tiempo. Tendría diez años, y camino a la escuela pasó caminando frente a un terreno baldío. “Ahora voy a pasar por aquí, y ese momento jamás va a volver”, se dijo. Y ese momento jamás volvió.

Antes, Linda repartía su tiempo entre su marido Rafael, sus dos hijos, sus tres perras. Ahora, Sonia, quien la ayuda en la casa, también cuida de las perras –Xuxa, una yorkshire que es madre de las otras dos, muerde a quienquiera que intente tocarla-. Pero los demás están lejos, o simplemente no están. Y tal vez sea por eso que los críticos y los periodistas suelen destacar la soledad que emana de los cuadros de Linda. Incluso, El Nuevo Herald publicó un ensayo sobre la soledad de Linda, y lo puso en la portada de ese día, y aún así el crítico de arte Joaquín Badajoz no entendió de forma cabal la soledad de la que habla Linda Kohen.

Porque partió de la misma premisa en la que se suele basar todo ensayo sobre la soledad. Y esta, según Linda, está errada. “La soledad no es una mala palabra”, corrige. Es una palabra inevitable: “Somos solos, estamos contenidos en nosotros mismos. Nunca sabemos exactamente cómo siente el otro”. Y, con sentir tal vez quiera decir doler, porque “si nos duele algo, nos duele, nadie sabe exactamente cómo nos duele, y lo que sentimos es nuestro”, agrega, como si fuera lo más natural del mundo no poder compartir el dolor.

Y lo dice una mujer que nació con el apellido Olivetti, y que muy joven adoptó el de su marido. Ha sido Linda Kohen por más de 63 años. Hace dos que Rafael Kohen falleció y esa razón –junto con mil otras- tal vez explique por qué a Linda “no le da coraje” escuchar música mientras pinta, por qué no se atreve a viajar a su chacra en Punta del Este. Por qué el living es demasiado grande y nadie lo usa, por qué la mesa del comedor está casi vacía.

Pero no se puede hacer nada al respecto. “La soledad es intrínseca al ser humano; aunque uno esté en una multitud, finalmente, uno está solo en la multitud”, asegura Linda, y pronuncia las palabras que Baudelaire quiso decir en Las flores del mal.

El taller huele a pintura fresca y tiene salida a través de un ventanal. Parece el refugio perfecto. Linda pinta en silencio, detiene el pincel y piensa. Juzga. Se para, se aleja del cuadro unos cuatro metros y lo observa durante casi un minuto. Vuelve al banco frente al caballete, y continúa pintando de blanco los asientos en fila, que mueren en un punto de fuga perfecto, y que están inspirados en el pasillo de un avión. La misma perspectiva que emplea para mirar su cuadro la usa para mirar su vida hasta ahora: “Mi familia está lejos, y tengo muchos amigos. Pero lo que da la edad es eso; esa sensación de lo poco que es nuestro tiempo. Ahora el tiempo es mío, me levanto y pinto”.

Pero no es tanto la soledad inherente al hombre lo que Linda busca transmitir –si es que busca algo en especial- al pintar. En realidad, el “común denominador” de su obra es la idea del misterio. El misterio que la preocupa y que sabe que preocupa a los demás, pero que ni ella ni los otros podrán desvelar. Linda encarna el misterio de la vida en un teléfono descolgado, en una valija cerrada, en una docena de autorretratos que están pintados desde el norte al sur de su cuerpo (“porque es como me puedo ver”). Un teléfono descolgado “es quién estará llamando, qué pasará; y por qué no contestan, dónde están”. Dónde están.

Y aunque en sus cuadros esté presente aquello que la atormenta (“la muerte, por supuesto”), también lo está el amor. Al final, todo habla del amor, concluye.

Linda recita con su voz ronca el poema de Gabriele D’Annunzio, La pioggia nel pineto (La lluvia sobre el pinar). Recordar poemas es una técnica que emplea para tranquilizarse, como un ejercicio que le permite su memoria. El poema describe cómo caen las gotas de lluvia, haciendo diferentes sonidos según las hojas. “Él está con su amada y la lluvia los va empapando; estás quedando blanda como una hoja mojada, le dice”.

Taci. Su le soglie
del bosco non odo
parole che dici
umane; ma odo
parole più nuove
che parlano gocciole e foglie
lontane.

“Todo huele a tierra, a lluvia; es muy hermoso”, imagina Linda, y recuerda un episodio similar que vivió una vez que “se atrevió” a volver a la chacra de Punta del Este. No había regresado desde la muerte de su marido, y jamás pensó que allí encontraría tranquilidad. Pero se sentó en una piedra bajo el sol, se quedó largo rato allí sentada, y sintió paz. Y se sorprendió de haberla sentido. “Es curioso que la gente me diga que mis cuadros inspiran paz, cuando yo pinto con un alma atormentada”, se extraña.

Linda acomoda el cuadro sobre el caballete, y vuelve a tomar el pincel. La paleta de colores tiembla sobre la mano izquierda, con movimientos involuntarios. “Hay una posición en la que tiembla”, explica. Antes de poder dar esa explicación, Linda ha acudido al médico, quien le preguntó por qué lo consultaba. “Para que me diga que no tengo Parkinson”, le confesó. Y el médico se lo dijo.

El cuadro que ahora pinta alguna vez la abandonará. En cierta medida, un cuadro es como un hijo, dicen algunos artistas, y Linda coincide. Así como los hijos se alejan, cuando los cuadros lo hacen se produce un “desprendimiento doloroso” con quien lo creó, compara Linda, quien ya ha visto crecer e irse a sus dos hijos, y ha dicho adiós a tantos cuadros, que se desperdigaron por todo el mundo, y que tampoco saben dónde están sus raíces.

Es hora del almuerzo y Linda se sienta a la cabecera de una mesa oval, inmensa y cubierta con un mantel de un blanco impecable. Le pide a Sonia que le cocine huevos caseros, porque hace días que se le antojan. Antes, Sonia le sirve sopa. Hay tres cucharas de distintos tamaños alrededor del plato. Linda toma el recipiente por los costados y bebe directo de él.

Después del almuerzo, se pondrá otra vez su túnica. Volverá a mirar el cuadro desde lejos, se acercará y lo corregirá. Volverá a alejarse, y luego se despedirá de él. Le dolerá.

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