miércoles, 27 de abril de 2011

La fama frágil

Creo que es falso decir que uno se gana su reputación. Sin dudas es una sentencia que proporciona tranquilidad, que nos da las riendas de nuestro nombre y nos libera de los ojos deformes de los otros, esos que opinan y se meten e inventan. Pero no, no pienso que nos hayamos emancipado del juicio de los demás. En absoluto.

Como el matón del relato de McEwan, sufrimos la tendencia ociosa del de al lado –tan lejano- que nos juzga. Que cree ser un experto en nuestra vida y, al parecer, sabe con exactitud cómo funciona nuestro cerebro y nuestra familia; conoce nuestro pasado como si hubiésemos sido hermanos y entiende con razonamientos plagados de prejuicios.  Entonces llega el momento en el que nos preguntamos si de verdad somos lo que dicen que somos. O si  sólo nos tragó un teléfono descompuesto cruel.

En plena Semana Santa, llegó desde Sudáfrica la noticia de un rugbista uruguayo acusado de violación. Los puntaesteños lo supimos antes que los medios, a través de llamadas telefónicas enfermas de chusmerío, de mensajes privados en Facebook; en fin, a través del boca a boca virtual. Yo estaba segura de que los datos eran obvios, casi predecibles. No me extrañé en absoluto mientras escuchaba a la dueña de la primicia, y juntas deshicimos –en segundos- el recuerdo de una persona que apenas conocíamos. Sabíamos su nombre y apellido, conocíamos también a su hermano y a su padre; la habíamos visto varias veces en las reuniones y fiestas de Punta del Este, un caldo de cultivo de rumores. Pero lo más importante era que estábamos al tanto de su fama. Mujeriego y rugbista, y al parecer todo el mundo sabe que los rugbistas son bobos.  Contábamos con el insumo más importante del prejuicio.

Después se lo comenté a mi hermana, que sabía lo mismo que yo y estuvo de acuerdo en condenarlo. No se lo conté a mis padres para evitar que juzgaran a mi grupo de amigos. Lo mismo que me sorprendí haciendo a mí misma. Todos los que compartíamos la novedad afirmábamos los hechos: el acusado conocido, junto con otros tres hombres, había violado a una niña de doce años, sudafricana, en una habitación de hotel. La sobornaron con plata para que no los denunciara.   

Y luego llegaron las noticias verificables, la voz certificada del periodista y el embajador uruguayo en Sudáfrica; los testimonios traducidos y los textuales. La niña de doce años de pronto tuvo 29. Y mentía. El violador que estaba en nuestras cabezas había sido estafado. Al igual que nuestro rumor, que de repente sonó patético, y nos oímos a nosotros mismos como se oyó el protagonista de “El matón” mientras devoraba una manzana y la autoestima de un niño, y nos escuchamos despiadados. Y la fama se desmoronó.

“Resbalón y tropezón, avisos de caída son”

La misma piedra

Mi abuela conoció el umbral de la chochera cuando descubrió que empezaba a olvidarse de las cosas. Primero fue traer pan del almacén, luego empezó a olvidarse de cerrar la canilla del baño, de darle de comer al gato, de apagar las lucecitas del árbol de Navidad. Pero fue cuando supe lo último que olvidó, cuando me preocupé.

-El otro día me tropecé en la vereda, nena. Con una baldosa rota.
-Bueno, abuela, esas cosas pasan.
-Y al otro día también, y al otro, y ayer también… Siempre con la misma baldosa.

Entonces ambas –ella, en un momento de plena lucidez-, nos miramos con temor. Mi abuela sufre uno de los peores males que existen en el mundo: tropezar siempre con la misma piedra.

No es que sea una enfermedad atípica. Muchos de cada pocos países la padecen; también demasiados ciudadanos. En Google no aparece como una dolencia en sentido literal, pero se la nombra de manera camuflada en infinidad de noticias, historias, incluso fotografías. Sí, existe una forma de retratar la enfermedad. Sus síntomas se manifiestan en los rostros de muchos políticos, empresarios, idealistas. También en banderas descosidas, en las urnas violadas. En las arrugas de las abuelas.

Los libros de medicina tendrían que incluir este padecimiento, explicar sus causas, sus síntomas y señales, el diagnóstico, las excepciones. Eso sí, me queda la duda sobre quién debería explicar cómo prevenirlo. Porque, después de todo, es un mal en extremo contagioso.

Podemos arriesgarnos a sugerir cómo evitar caer enfermos. Inventemos nombres para ilustrar el caso, como en los libros de escuela. Por ejemplo, existe una piedra que se llama soberanía popular, que a veces logra ser sorteada por un caminante hábil –aunque perezoso-, que se apellida Parlamento. Las recetas contra el virus del “tropezón doble” (llamémosle así, al menos por ahora), por lo general, se escriben con un vocabulario propio de abogados y legisladores. Son como las leyes, pero como se hallan en estado de desarrollo, se les dice proyectos. Nadie sabe muy bien cómo funcionan, pero hay una creencia bastante instalada en la sociedad que asegura su poder sanador. Sólo hay un problema, y es que no existe cura para los muertos. Hay veces en las que, simplemente, no existe la oportunidad de volver a equivocarse.

miércoles, 13 de abril de 2011

Advertencias a mi hijo


Cuando nazcas, papá te va a poner una remera de Nacional y te va a prometer llevarte a la cancha. Cuando crezcas, yo voy a guardar la camiseta para tu hermano menor. La abuela querrá negociar con tu otra abuela las tardes en que pueda tenerte sólo para ella, y te va a reservar para ir al Parque Rodó. Conocerás los restos del Gusano Loco, que para entonces tendrá artrosis. Y comerás churros con dulce de leche, con plena consciencia de estar digiriendo el producto más nacional y menos argentino que existe. Probarás tu primer mate y cumplirás con todas las fases del ritual: fruncirás la cara, te quemarás la lengua, y pensarás con qué calcomanías decorar el termo (primero con el pegotín del héroe animé del momento; más tarde con el de tu cuadro de fútbol y, cuando decidas que votar por fin es algo que debería importante, tu termo va a tener la cara del descendiente del Cuqui, del Pepe o de Pedrito).

Cuando prendas la tele no vas a ver ni rastros de Tom y Jerry, La pequeña Lulú o Goleadores. A menos que hayan sacado una versión 3D, donde los personajes caminan como robots. O como si estuvieran estreñidos. Tampoco conocerás a Meteoro ni a Flash, ni sabrás qué significa esperar toda una semana para ver a Sabrina, la bruja adolescente. Moverás el iPad y tendrás todos los capítulos, las escenas censuradas, las sátiras en Youtube y la versión japonesa de todo lo que quieras ver. Y también de lo que no quieras ver. Nunca te interesará demasiado el porno, porque no estará prohibido y eso te aburrirá.

Cuando nazcas, el abuelo va a intentar convencerte de lo bueno y rentable que es ser médico. Papá te dirá es posible ser jugador de fútbol y tener un título, uno cualquiera que le diga a la gente “mirá que no soy tan burro”. Yo te diré que elijas estudiar lo que te apasione, aunque no esté convencida de tremendo consejo. Quisiera decirte que elijas la carrera que no te obligue a irte del país, ni una en donde se hable más inglés que castellano. O más chino.

Nunca vas a probar el asado con cuero, pero vas a estar seguro de que es lo más rico que hay. Yo tampoco lo habré probado para entonces, e igual estaré convencida de eso. Podrás llegar a pensar que McDonald’s es un restorán autóctono, pero siempre escucharás a un primo lejano de Chávez decir que en McDonald’s hay olor a azufre.

Cuando pasemos por la plaza de la Independencia y yo te comente “mirá, ahí está Artigas”, te sonará el nombre, creerás que en la escuela, una vez, te comentaron algo sobre él. Y cuando, antes de cumplir los ocho años, te hagas tu primer perfil de Facebook, no te importará poner de dónde sos, sólo en dónde estás. Vas a colgar una foto con tu perro. Cuando crezcas, vas a subir fotos que digan que sos fiestero, que ganás con las minas más grandes, que sos de Nacional a muerte y que los manyas son todos putos. Y después vas a pedirme que te lave la ropa que usaste el fin de semana, porque tiene olor a porro. No vas a entender cómo alguna vez estuvo prohibido.

Hay tantas cosas que no vas a entender. Que pudiste haber nacido en medio de un sismo. Que pudiste haberte ahogado en un tsunami. Que te podrías haber deformado por la radioactividad. Que podrías haber sido chorro, y que después de los 16 yo ya no podría protegerte.

Cuando nazcas, espero no tener que contarte todas estas cosas. Espero que las conozcas por vos mismo. Sin necesidad de tomarte un avión. 

domingo, 10 de abril de 2011

Ventanales


Miro por la ventana de mi edificio y veo otras ventanas, muchas ventanas. Algunas tienen calcomanías y peluches colgados de la cabeza, otras son más limpias y se ve a través de ellas. Unas tienen las cortinas corridas y están desnudas; otras están vestidas de tela de encaje, de visillo o estampados que no logro distinguir. Las más cercanas a la tierra están encerradas tras rejas. Y las más cercanas al techo, también. Algunas están abiertas de par en par, otras se encuentran tímidamente entreabiertas, sin mucho que decir. La mayoría de las ventanas están cerradas.


Al otro día vuelvo a mirar por la ventana. Y al otro. La gente, muchas veces, deja las ventanas cerradas cuando debería abrirlas. Incluso cuando llueve, y se corra el riesgo de que entre un poco de agua. Te diría que, cuando llueve, todavía más.

Porque imaginemos que somos ventanas, caminando por la calle, por las veredas, tocando bocina y haciendo cola en el banco, mirando la tele y comprando bizcochos. El smog, el rocío, las cortinas pueden impedirnos que podamos ver. Pero llegamos a la esquina y un joven, en teoría parte de la población económicamente activa, se ofrece para limpiarnos el vidrio. Como el semáforo acaba de pasar a rojo, y justo teníamos la ventana abierta -¿un descuido?-, le decimos que sí con una seña perezosa de la cabeza. Miramos con resignación que el agua que vuelca sobre el parabrisas está más sucia que el propio parabrisas. Pero nos habilitaron a ver.

Y vemos. Una niña descalza que pide una moneda: un lugar común. Un caballo maltratado que tira de un carro, una familia maltratada arriba del carro: otro lugar común. Son las cuatro de la tarde, pero hay borrachos en la parada del ómnibus que piden que les completemos el boleto, y también hay hinchas de Nacional y Peñarol que se putean de un lado al otro de la calle. Y todavía son las cuatro de la tarde. Son tantas postales repetidas que no nos interesa mantenernos abiertos. Entonces bajamos la persiana.

Vuelvo a mirar por la ventana de mi edificio. Alguien se asoma detrás de una cortina blanca y nos observamos sin prisa. Creo que está decidiendo qué clase de ventana soy.

Decidí que quiero ser un ventanal.

miércoles, 6 de abril de 2011

Columna - Casandra

Rojo

Tengo un experimento en marcha. Desde hace varios días, a las siete de la mañana, miro Telebuendía. No puedo negar que me atrae más el color rojo y la imagen nítida que el azul bancario de Telemundo, y mucho más que el blanco ascético de Subrayado. Estoy segura de que alguien tiene plena consciencia de eso. Caí en la trampa.

Lo curioso es que, al parecer, mirar el informativo de Montecarlo produce una especie de amnesia. Es mi descubrimiento más reciente. Comencé a sospecharlo cuando, hace ya tres años y recién empezaba la carrera de Comunicación, miraba Telebuendía para pasar la “prueba de actualidad” de las mañanas de los viernes. Cuando llegaba a clase, no recordaba nada de lo que había escuchado en ese noticiero.

No quedaba nada. No lograba retener las noticias, ni jerarquizarlas. En mi cabeza resonaba Bajofondo y la voz de Daniel Castro bromeando con el movilero, porque había un problema con la cucaracha. Me acordaba de imágenes de asentamientos, viviendas incendiadas, manchas de sangre en la calle, gente llorando, pidiendo “justicia”. Un cartel blanco de “Exclusivo”, más la hora de la madrugada en la que un grupo –también exclusivo- de Telenoche había cubierto un “intento de robo”, un “casi incendio”. ¿Por qué ningún otro medio tenía esa noticia? Porque no era noticia.

No hay noticas. Por lo menos, no abundan. Lo básico para cubrir las exigencias del mercado se relega al final, como antes de relegaban las noticias culturales. ¿Qué hace el Gobierno? (pregunta que va bastante más allá de qué dice “el Pepe”), ¿qué pasa en el mundo? ¿Qué pasa en mi barrio además de los “robos a mano armada” y los “imprudentes conductores”?

El circo informativo es un término que va bien con el color rojo. Pero combina aún más con todo lo que implica “la pregunta de la semana”. ¿Se preguntaban qué enseñanzas podía dejar Gran Hermano, o Bailando por un sueño? Aquí está: lo que le faltaba al noticiero para acercarse al reallity. Aunque hay también otros puntos de contacto. Explotar al amateur, encantarse con la víctima, darle el privilegio del micrófono a cualquiera que tenga algo que decir. Siempre que venda.

No tenemos nada que envidiarles a los argentinos de Crónica TV, con quien de forma muy amena se intercambian “noticias” los respectivos conductores. Eso sí, todavía prefiero Bajofondo antes que la cumbia villera para los titulares. Y tampoco Subrayado tiene nada que envidiarle a Montecarlo, mientras Nano Folle siga en policiales.