Creo que es falso decir que uno se gana su reputación. Sin dudas es una sentencia que proporciona tranquilidad, que nos da las riendas de nuestro nombre y nos libera de los ojos deformes de los otros, esos que opinan y se meten e inventan. Pero no, no pienso que nos hayamos emancipado del juicio de los demás. En absoluto.
Como el matón del relato de McEwan, sufrimos la tendencia ociosa del de al lado –tan lejano- que nos juzga. Que cree ser un experto en nuestra vida y, al parecer, sabe con exactitud cómo funciona nuestro cerebro y nuestra familia; conoce nuestro pasado como si hubiésemos sido hermanos y entiende con razonamientos plagados de prejuicios. Entonces llega el momento en el que nos preguntamos si de verdad somos lo que dicen que somos. O si sólo nos tragó un teléfono descompuesto cruel.
En plena Semana Santa, llegó desde Sudáfrica la noticia de un rugbista uruguayo acusado de violación. Los puntaesteños lo supimos antes que los medios, a través de llamadas telefónicas enfermas de chusmerío, de mensajes privados en Facebook; en fin, a través del boca a boca virtual. Yo estaba segura de que los datos eran obvios, casi predecibles. No me extrañé en absoluto mientras escuchaba a la dueña de la primicia, y juntas deshicimos –en segundos- el recuerdo de una persona que apenas conocíamos. Sabíamos su nombre y apellido, conocíamos también a su hermano y a su padre; la habíamos visto varias veces en las reuniones y fiestas de Punta del Este, un caldo de cultivo de rumores. Pero lo más importante era que estábamos al tanto de su fama. Mujeriego y rugbista, y al parecer todo el mundo sabe que los rugbistas son bobos. Contábamos con el insumo más importante del prejuicio.
Después se lo comenté a mi hermana, que sabía lo mismo que yo y estuvo de acuerdo en condenarlo. No se lo conté a mis padres para evitar que juzgaran a mi grupo de amigos. Lo mismo que me sorprendí haciendo a mí misma. Todos los que compartíamos la novedad afirmábamos los hechos: el acusado conocido, junto con otros tres hombres, había violado a una niña de doce años, sudafricana, en una habitación de hotel. La sobornaron con plata para que no los denunciara.
Y luego llegaron las noticias verificables, la voz certificada del periodista y el embajador uruguayo en Sudáfrica; los testimonios traducidos y los textuales. La niña de doce años de pronto tuvo 29. Y mentía. El violador que estaba en nuestras cabezas había sido estafado. Al igual que nuestro rumor, que de repente sonó patético, y nos oímos a nosotros mismos como se oyó el protagonista de “El matón” mientras devoraba una manzana y la autoestima de un niño, y nos escuchamos despiadados. Y la fama se desmoronó.